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Nunca conozcas a tus héroes

"Esas erectas estalagmitas capilares parecerían actuar como antenas difusoras de un magnetismo insondable. O es eso o es la confirmación científica de que billetera y notoriedad vuelven galán hasta a una piedra”. 

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(Midjourney/Perú21)
(Midjourney/Perú21)
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Hay indicios suficientes para establecer que un cabello de Pamela jala más que cuatro bueyes trujillanos, tierra que vio nacer a Christian Cueva.

Pero, según información adicional relacionada con los mismos hechos crucialmente intrascendentes, un rizo de Melissa sería aún más poderoso que los cuatro bueyes trujillanos, aún asistidos por el Lamborghini de Jefferson Farfán.

Sobre lo anterior, hay evidencia digital y sólida presunción física. El verdadero misterio reside en el poder gravitacional del cabello enhiesto de Christian Cueva. Esas erectas estalagmitas capilares parecerían actuar como antenas difusoras de un magnetismo insondable. O es eso o es la confirmación científica de que billetera y notoriedad vuelven galán hasta a una piedra.

Pero su desorden sentimental no califica en absoluto como coartada para pegarle a una mujer. Peor y más cobarde aún es cuando le pega donde no hay cámaras, como es el caso de algunos ascensores. Luego se simula estoicismo ante cámaras. Esa es una gambeta que la tribuna no ve.

El problema de Cueva, en donde la pipilepsia y la dipsomanía son aditivos, es una incapacidad estructural para lidiar la mucosidad untuosa que acompaña el éxito: la maldita fama.

Esa sustancia gelatinosa y perfumada, que el que no la conoce ansía y el que está atrapado en ella detesta con el alma que le queda, es la prueba ácida del carácter. Sus principales presas en estos tiempos son futbolistas e influencers, dos oficios bajo sospecha de inutilidad.

La necesidad de reconocimiento es un vicio que genera adicción. La cultura digital se ha encargado de hacer rentable esta distorsión, ahora aspiración profesional de poca monta y grueso monto.

Paradójicamente, al mismo tiempo la celebridad provee un flujo de inseguridad existencial: no somos nada si no nos valida otro, espiral que jamás satisface. La principal aprobación que se necesita es la propia.

Sin esa viga sobre el cráneo, el techo se nos cae encima. Peor aún cuando ese desplome se llena con más escombros, como litros de alcohol y patanería que se atribuye derecho natural a todo privilegio imaginable. Orinar en la calle se ha vuelto uno de ellos.

‘Soy depresivo’ y ‘fui pobre’ son dos de las arengas que se esgrimen con poco éxito para explicar la fallida gestión de la idolatría pública devenida en agresión conyugal. La abundancia de casos análogos demuestra que esos factores no son determinantes. Son solo excusas para tuitear.

La fama es como el alcohol: desinhibe y muestra el monstruito oculto que habita en nosotros. Tal vez lo simple sea lo más certero: hay gente buena, gente mala y gente peor. Lo demás es maquillaje, producción, un buen ángulo de cámara.

Cuando se presenta el reto de confrontar la verdad privada con la imagen pública, sucede algo inevitablemente reduccionista. Las personas acaban autoincluyéndose dentro de generalidades que básicamente engloban las variantes importantes:

a) Gente famosa que no ha sido dañada por la fama.  

b) Gente famosa que no vale la pena conocer. Son una decepción.

Por regla general las personas suelen ser más gratas que sus personajes, que muchas veces ni ellos mismos soportan. Pero lo contrario existe con mayor frecuencia de la que debería. La decepción impresiona y es usualmente irreversible. Resalta lo extraño que es admirar a alguien a quien no se conoce.

Una vez estaba en un supermercado de un pueblo del Golfo de México. Tenía ambas manos ocupadas llevando bolsas de comida, intentando jalar con el pie un carrito donde depositarlas. No podía. Escuché una voz grave que en inglés me dijo no te preocupes, yo me encargo. Luego, me acercó una carreta. Al voltear a agradecerle, tuve un sobresalto. Era el actor Morgan Freeman. “¿Mister Freeman?”, atiné a decirle. Él respondió: “A veces”.

Esto no sé si califica como conocer a un famoso. Pero desde entonces, cada vez que lo veo en una película, veo a una persona normal, solo que absolutamente talentosa.

Cueva debe haber sido el héroe de muchos. No solo el cebichero que circunvolaba en torno a él con severa carga parasitaria. Sino básicamente niños que veían su historia como la que ellos podrían repetir. Por eso, la recomendación precavida dicta que lo mejor es no conocer a tus héroes.

Hay que admirarlos de lejos, protegiéndolos por una saludable distancia de la que su obra o talento será el parachoques. Como dice Caetano Veloso: de cerca nadie es normal. De cerca, además, es cuando se notan los pies de barro.