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Ninguna otra vida le parecía posible
Columna de Jaime Bayly
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Fecha Actualización
Barclays nació en febrero de 1965. Los británicos acababan de sepultar a Churchill. Lyndon B. Johnson, presidente de los Estados Unidos, escalaba la guerra en Vietnam, bombardeando Hanói, enviando más soldados. Brézhnev era el dictador soviético. Franco mandaba en España. Miterrand, candidato presidencial en Francia, perdería con De Gaulle. Pablo VI era el Papa: absolvería a los judíos de la muerte de Jesús.
Hijo de un alcohólico pistolero y una devota del Opus Dei, Barclays fue un niño asustado y acaso desdichado. Le tenía miedo a su padre, ese señor que vivía molesto, el hombre que lo miraba con una furia inexplicable, como si quisiera pegarle, como en efecto le insultaba y le pegaba. ¿Por qué mi padre me odia?, se preguntaba Barclays, sin dar con la respuesta. Huyendo de su padre, se refugiaba en su madre, rezaba con ella, asistía a misa con ella. Quería ser como ella, no como su padre. Quería ser todo lo contrario de su padre. Sus padres tenían dinero, pero Barclays no era feliz porque sentía que su padre lo detestaba.
Hasta que ocurrió el incidente de la revista del pecado. Un amigo de Barclays le prestó una revista Playboy, con fotos de mujeres desnudas. Asombrado, maravillado, Barclays se extraviaba en los laberintos de la imaginación, fantaseando cosas afiebradas con aquellas mujeres tan bellas como arcoíris. Un domingo Barclays no se acercó a recibir la comunión con su madre. De regreso en la casa, ella le preguntó por qué no había comulgado. Barclays enmudeció. Su madre lo interrogó. Barclays confesó que había tenido pensamientos impuros y que esas fiebres del deseo lo habían precipitado a cometer actos impuros. Su madre lloró, decepcionada. Barclays lloró con ella.
Días después, su madre encontró la revista del pecado. Barclays se sintió inmundo, repugnante. Su madre, tan guapa, tan beata, tan del Opus Dei, prendió fuego a la revista. Abatido por el peso de la culpa, rebajado por el oprobio, Barclays contempló cómo aquella hoguera puritana chamuscaba a las mujeres de la revista. Desde entonces, dejó de creer en Dios. Decidió que no sería como su padre, machista, cazador de animales, borracho, pistolero, pero tampoco como su madre, pía, devota, mojigata. Decidió que viviría una vida de pecado y placer, de vicio y felicidad, de deseos y actos impuros. Decidió que dedicaría su vida a contemplar y acaso poseer a mujeres tan bellas como las de la revista incinerada.
Meses después, con apenas trece años, Barclays escapó de la casa de sus padres, dispuesto a no volver más. No podía seguir tolerando los agravios y las palizas de su padre. No quería seguir rezando y llorando con su madre, quien estaba profundamente decepcionada de él porque se había negado a confirmarse en la fe católica, un acto de rebeldía moral que provocó estupor en el colegio británico al que asistía. Entonces Barclays robó unas joyas de su madre y escapó. Vendió o malvendió esas joyas en casas de empeño, en el centro de la ciudad. Recibió un dinero apreciable. Con ese dinero, tras sobornar al recepcionista, se hospedó en un hostal de tres estrellas. Tenía dinero para vivir tranquilamente seis meses. No llamó a ninguno de sus amigos. Temía que alguno lo delatase con sus padres. Se impuso entonces una vida clandestina, a escondidas.
Resultó inevitable que Barclays comprase revistas de mujeres desnudas y, por si fuera poco, fuese a ver películas pornográficas en sesiones de medianoche. Como era menor de edad, feliz e indocumentado, debía sobornar a los boleteros de las salas de cine en función de trasnoche, para que lo dejaran entrar. De pronto, con trece años, Barclays era libre y agnóstico, libre y descreído, libre y pornógrafo, libre y onanista. Fueron semanas de espléndida libertad, en las que hizo con su vida todo lo contrario de lo que sus padres esperaban de él. Descubrió que el placer se hallaba escondido o agazapado detrás de las transgresiones, las rupturas y las insolencias morales. Descubrió una zona de la vida, la zona del pecado y el placer, del vicio y la felicidad, que hasta entonces le había sido escamoteada o vedada por sus padres.
También era un apasionado del fútbol y por eso un detective contratado por su padre lo encontró en un estadio, viendo un partido, a sabiendas de que Barclays no se lo perdería y asistiría a la tribuna más cómoda. Su padre, que lo esperaba en las afueras del estadio, en su gran auto americano, lo llevó al hostal a recoger sus cosas. Al entrar en la habitación, vio las revistas de mujeres desnudas. No se enfadó con Barclays. Pareció levemente orgulloso, o aliviado, de que a su hijo le interesasen las mujeres para las refriegas del amor. Tal vez pensó: por lo visto, mi hijo no será la mariquita que tantas veces le dije que sería.
No duró Barclays muchos meses de vuelta en la casa de sus padres, una casa tan grande que no podía divisarse dónde terminaban los jardines. La relación con su padre siguió siendo tóxica, imposible. Debido a eso, despacharon a Barclays a vivir con sus abuelos y le consiguieron un trabajo como practicante en un diario conservador de la ciudad. Eran las vacaciones del verano. Barclays tenía quince años y de pronto era el chico que cortaba los cables expulsados por las máquinas de teletipos, en medio de un fragor parejo, en las oficinas de la página de noticias internacionales. Barclays se sintió como pez en el agua desde el primer día en el periódico: el vetusto local del diario, en el centro histórico de la ciudad, era, a sus ojos, una cantina, un burdel, un manicomio, una casa de orates y chiflados, el lugar perfecto para aprender a escribir, a contar una historia, a mentir persuasivamente, a mejorar la realidad, desfigurándola, coloreándola. Fue allí, con quince años, donde Barclays decidió que sería periodista y después, si acaso, escritor de ficciones, escritor de mentiras, escritor de mentiras que debían parecer verdades indudables.
Como sus amigos del periódico eran mayores que él y estaban corrompidos por todos los vicios y pecados de este mundo, Barclays fue inaugurado en las cantinas y los burdeles de la ciudad. Sin embargo, su iniciación con las mujeres, en un meretricio de los suburbios, fue un fracaso traumático para él: sus amigos eligieron a la señora que lo haría debutar en las ligas mayores del fornicio desalmado y el comercio sexual y, a solas con ella, Barclays no pudo ver en esa pobre mujer a las mujeres luminosas de la revista quemada, pues vio nítidamente a una señora gorda, fatigada, aburrida, asqueada de su vida, impaciente por terminar aquella cita indeseable, y entonces no fue capaz de amarla o fingir amarla, de desearla o simular desearla, y como no respondía a los esfuerzos desganados de la señora, el encuentro se suspendió y él le rogó, aterrado de que sus amigos se enterasen:
-No se lo digas a nadie.
Ese, No se lo digas a nadie, fue el título de la primera novela que Barclays escribió, diez años más tarde, cuando ya no vivía en esa ciudad, en ese país, cuando el periódico conservador ya había quebrado, porque Barclays y sus amigotes se lo comieron y bebieron entero, en grandes saraos y francachelas que el diario pagaba, fina cortesía del director. Barclays escribió esa novela en Madrid y en Washington, dedicó cuatro años de su vida a escribirla, diezmando sus ahorros. Cuando la terminó, se enfrentó a la decisión más ardua y compleja de su vida: ¿debía publicarla o no publicarla? Barclays estaba casado con una mujer y había tenido una hija. Su esposa se oponía a que publicase la novela, temerosa del escándalo que ese artefacto literario a buen seguro provocaría:
-Si la publicas, todo el mundo dirá que eres bisexual, que estás contando tu vida.
Los padres de Barclays también se oponían a que publicase la novela, sin haberla leído. Los suegros de Barclays le advertían que, si la publicaba, correría el riesgo de destruir su matrimonio y dejar de ver a su hija:
-Si la publicas, tu hija algún día sentirá vergüenza de que seas su padre -le dijo a Barclays su suegra.
No era entonces fácil para Barclays tomar la decisión de publicar esa novela autobiográfica, confesional. Le daba miedo, pavor, el escándalo que pudiera desatar, las habladurías y los chismes insidiosos que provocaría, las consecuencias más o menos catastróficas que tendría en su carrera como periodista.
Entonces Barclays recibió una carta manuscrita del hermano de su madre, un hombre muy rico, quien le sugería:
-¿Por qué no guardas esa novela y escribes otro libro que no te meta en líos con toda tu familia?
Barclays pensó: los buenos libros son los que te meten en líos, los que no te ahorran conflictos, los que sacan todo lo que está escondido debajo de la alfombra y lo airean con espíritu revulsivo. Pensó: Si no publico esta novela, será una rendición, una capitulación, y no seré nunca un escritor, o seré un escritor pusilánime, lisiado, que es peor.
Fue un verdadero terremoto familiar. Barclays sufría y a veces lloraba y hasta rezaba, así de desesperado estaba. ¿Por qué tenía que humillar a su esposa, a sus padres, a su suegra, para cumplir su sueño de ser un escritor? ¿Por qué no podía escribir un libro que fuese del agrado de su familia? ¿Era su novela una venganza contra sus padres puritanos, contra los agravios y las palizas de su padre? ¿Era un escritor rencoroso, venenoso, desleal a su familia? ¿Por qué necesitaba tan urgentemente que el mundo supiera o sospechara que él era o podía ser bisexual? ¿Era tan vergonzoso ser bisexual? ¿Por qué sus padres, su suegra, su esposa, tenían tanto miedo de que eso se supiera? ¿No estaban cegados o lastrados por el prejuicio homofóbico? ¿No debía Barclays combatir ese prejuicio?
Salvo Vargas Llosa, no había nadie en el mundo que le dijera a Barclays que debía publicar la novela:
-Pasará el escándalo, quedará la novela.
La novela fue publicada en la primavera española, por una editorial de prestigio, Seix Barral. La crítica española la elogió. Vendió quince ediciones en un año. Se tradujo a varias lenguas. Fue llevada al cine.
Tiempo después, la esposa de Barclays, acaso humillada por el escándalo parroquial de la novela, lo dejó, se fue a vivir con su madre, lejos de él. Los padres de Barclays le hicieron saber que su novela, que por cierto no habían leído ni leerían, les parecía basura, sólo basura, nada más que basura hedionda. El tío muy rico de Barclays lo desheredó. Su suegra le dijo:
-Morirás de sida, tirado en la calle, como un perro sarnoso.
La rebeldía moral, que comenzó con la revista del pecado y la fuga adolescente, había encontrado un final apropiado, quince años más tarde. Barclays estaba solo contra el mundo, pero era libre. Ninguna otra vida le parecía posible. Por lo visto, estaba cumpliendo una cita inescapable con su destino.
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