Un nuevo accionar de grupos paramilitares del gobierno de Nicaragua deja un saldo de 2 muertos hasta el momento. (Foto: AP)
Un nuevo accionar de grupos paramilitares del gobierno de Nicaragua deja un saldo de 2 muertos hasta el momento. (Foto: AP)

En Nicaragua han muerto al menos 350 personas, la gran mayoría civiles, asesinados por policías y grupos paramilitares. Una familia entera fue quemada viva luego de que no permitieran que unos francotiradores usaran el techo de su casa como plataforma para disparar. Un bebé con pocos meses de nacido murió baleado en los brazos de su papá. Igual otro chico de 15 años. Decenas de estudiantes atrincherados en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua son atacados con ráfagas que deberían defenderlos, no matarlos. Y esos solo son unos pocos ejemplos. Las historias sobre asesinatos al azar, arrestos arbitrarios y el espiral de violencia que empeora con las semanas son infinitas y aterradoras. Lo que está pasando en Nicaragua es una masacre.

El jueves se celebró un aniversario más del inicio de la Revolución sandinista, un movimiento que se gestó para acabar con el abuso y la represión. Han pasado 39 años desde ese entonces, en el que los nicaragüenses lograron terminar con la dictadura de Somoza. El propio Ortega tuvo un rol protagónico en ese triunfo. Es por eso irónico que Ortega termine emulando las prácticas criminales del dictador contra el que se supo sublevar. Cuatro décadas después se repiten las mismas desapariciones forzadas, las mismas detenciones arbitrarias y las mismas técnicas de intimidación.

Ortega no refleja el sentir de los nicaragüenses y cada vez está más aislado, dentro y fuera de su país. Tampoco es un representante de las ideas progresistas que dice defender, es un conservador que se pretende vestir de lo que no es. Además, lo de Ortega es otro ejemplo de que el poder trastorna, haciendo que todo se justifique para mantenerse en él. Así es como este liberador terminó siendo un nuevo dictador latinoamericano.

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