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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,Un hombre en la luna

Al volver a casa saludo a mi esposa y mi hija. Están agitadas, sudorosas y felices, acaban de bajar del saltarín. Cargo a mi hija y la beso a pesar de que ella se rehúsa y me pide a su manera que la deje en tierra firme. Enseguida, ya lo sabía, pide entrar a la piscina. Cómo podría decirle que no. Mi esposa va a cambiarse, María va a buscar el bañador de mi hija, yo me quito la ropa y quedo en calzoncillos. Atinadamente, mi esposa se cubre con una toalla para que los pintores no se sobresalten observándola en bikini. Yo no necesito cubrirme, nadie se solaza espiando mi barriga. Es una pena estar tan gordo, pero más pena me daría pasar hambre. Alguien tiene que comerse las bolitas de nuez y chocolate que sobraron del santo de mi hija. En realidad no fue su santo, decidimos celebrárselo para que se sintiera más querida. Ella se emociona cuando cantamos en su honor y rompe a llorar cuando apagamos las velas. Es muy sentimental y sabe pasar rápidamente de un estado de ánimo a otro. Habla poco pero se deja entender. Curiosamente me llama Pipo, no Papi.

Después de bañarnos nos echamos en las tumbonas. Mis pies son horribles, tengo las uñas enviciadas, maltrechas, debería pintármelas de negro o morado. Observo los pies de mi hija. No se parecen a los míos aunque tampoco a los de su madre. Las dos comen uvas y pasta de guayaba. Me pregunto por qué me siento triste si todo lo que me rodea es feliz. No hay explicaciones racionales para la tristeza, debe de ser genética, debe de ser que nací triste.

Si bien es cierto que soy gordo y flojo y básicamente mediocre, no es menos cierto que todavía no soy alcohólico, y eso me parece un mérito que no se me reconoce. Cuando estoy en la tumbona con mi esposa y mi hija, pienso: podría estar tomando un trago, quizás se me pasaría la tristeza si me echara un trago, pero elijo estar sobrio y triste, naturalmente triste, y eso supone un esfuerzo, un índice de superación personal. Sin embargo nadie lo aprecia de esa manera. Los pintores, al verme, seguramente piensan: Es un cerdo, cada día está más gordo. María seguramente piensa: qué le cuesta al señor ponerse una ropa de baño por caridad. Mi esposa seguramente piensa: Estoy casada con una foca, en qué estaba pensando cuando me casé con él. Nadie piensa: podría estar borracho y no está borracho y eso ya es un mérito de su parte. Nadie piensa: podría estar borracho y fumando un habano y sin embargo está laxo, mustio, seco, en calzoncillos, siendo un buen padre. Yo lo pienso y me quedo callado.

¿Se puede ser un mal padre de tu hija mayor y un buen padre de tu hija menor? No lo sé, creo que sí. Lo ideal, por supuesto, sería ser un buen padre de ambas, pero yo no he sabido encontrar la manera. Mi hija mayor tal vez diría que soy un mal padre y yo estaría de acuerdo con ella y trataría de alegar que si bien fracasé como padre con ella, al menos lo intenté un buen tiempo, es decir que mi fracaso fue una prueba de que quise ser un buen padre, o quise ser su padre, no un padre ausente. Ahora soy un padre ausente de ella y uno presente de la menor. ¿Será posible que esas dos mujeres sean algún día vagamente amigas? No lo creo, parece imposible. Mi hija mayor probablemente ve en mi hija menor no a su hermana sino a la prolongación de la voluntad de mi esposa y recuerda que mi hija menor es un desprendimiento de mi esposa y como repudia a mi esposa porque la culpa de nuestro distanciamiento entonces lógicamente rechaza también a la vida que se originó en mi esposa. Por su parte, mi hija menor no siente ninguna ausencia porque felizmente ignora que tiene una hermana lejana y renuente a la que conocerá, si acaso, en mis funerales. La felicidad, entonces, proviene de la ignorancia, o la tristeza consiste en pensar que las cosas debieran ser de otra manera, de una manera que no es posible.

Mientras comemos, veo a lo lejos el partido de fútbol. Mi relación con el fútbol es la medida exacta de la felicidad. Cuando más feliz he sido es cuando más fútbol he visto y jugado. Ahora que todo me da igual, ahora que estoy vencido, también da igual que ganen los blancos o los colorados: juegan ellos, no yo. En el mundial seré argentino, español y colombiano, de momento no tengo patria ni juego en ninguna liga y las victorias de los otros me recuerdan mis derrotas. El único partido importante, el de ser un buen padre, lo he perdido, y eso es algo que no consigo olvidar viendo a lo lejos el fútbol de la tarde: todos los partidos me recuerdan al mundial pasado, viéndolo medio dormido con mi hija mayor al lado: éramos aparentemente felices y no sabíamos que todo eso tenía los días contados.

A la noche vamos al cine. La película es sobre el amor y el deseo, dos temas que no me son ajenos. Debería decirle a mi esposa que hace tres meses me han despedido del trabajo y no me atrevo a decírselo y el lunes iré a la oficina y me quedaré en el parqueo leyendo en los periódicos cómo otros hombres desdichados se entrematan en ciertos países remotos y luego volveré a casa en traje y corbata y saludaré a mi esposa y mi hija y fingiré en la piscina que todo está bien. Me alcanzan los ahorros para vivir así los próximos tres años, luego tendré que improvisar algo.