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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,Un hombre en la luna

Pero no es al fútbol en general, porque no pierdo el tiempo mirando partidos abiertamente irrelevantes de la liga peruana por ejemplo, es al fútbol cuando se juega el Mundial, solo cuando se juega el Mundial, y también, por supuesto, en algunos partidos de las ligas europeas. El Mundial es el Mundial, uno vive para llegar vivo al próximo Mundial, la vida se compone de los mundiales que pudiste ver y de los que ya no podrás ver. Todos los esfuerzos que hago por mantenerme vivo están animados por esa ilusión absurda: la de ver por televisión el Mundial de Fútbol. No parece tener sentido racional: no tengo un hijo que juega en el Mundial, no estoy casado con un jugador del Mundial, mi país no juega el Mundial (puesto que mi país, para bien o para mal, es el Perú, no los Estados Unidos), nada va a cambiar mi sosegada rutina de casi retirado si ganan unos o ganan los otros. Y sin embargo la pasión está allí, viva, latente, inexplicablemente pura, como si eso, ver un partido de fútbol bien jugado por la televisión, fuese un placer superior a todos los que hemos conocido. Y no es así, no puede ser así: no es el placer más acabado, es solo un partido de fútbol que uno observa con curiosidad y en el que a veces se nos mueve una pierna como si fuera una patada fallida, pero, por otra parte, ¿hay algo más importante en el universo que mirar ese partido y seguir con atención todos los detalles que lo rodean? No, no hay nada más importante, cualquier circunstancia que se interponga entre nosotros y el partido será cancelada, anulada. No existe en mi imaginación ceremonia erótica alguna que derrote al Mundial, sería imposible para mí hacer el amor con mi esposa si está jugando España o la Argentina. No existe la familia cuando se juega el Mundial de Fútbol, no podría ser un padre amoroso si una de mis hijas me privara de ver un partido de Colombia o incluso de Ecuador. Y desde luego no hay ningún trabajo ni empleo bien remunerado que pueda justificar la desdicha de no ver un partido del Mundial, aun si termina luego siendo soso, sin goles, una decepción. Todos los partidos del Mundial deben verse en directo y sin discriminar a los países marginales, una ráfaga de buen fútbol puede surgir del partido más deslucido del Mundial, si es preciso hay que tomar estimulantes para estar atentos y vibrar con las peripecias de cada partido. No se puede ser neutral en la vida y mucho menos en el Mundial. Uno juega siempre aunque su país no juegue. Esto es algo definitivo: el mundo se divide entre los que no tienen interés en el Mundial y los que no estamos dispuestos a perdernos ningún partido. Luego el mundo se divide entre los que están contra la Argentina y los que estamos con la Argentina. No hay nadie en mi familia que sepa explicar mi pasión argentina y por supuesto yo tampoco soy capaz. Están los que le van a Brasil y estamos los que le vamos a la Argentina. Yo le voy a la Argentina desde que tenía nueve años y Holanda le daba un baile. En todos los mundiales, y también en este, que bien puede ser el último, le voy, ante todo, primero que nada, a la Argentina. Es mi gran favorito sentimental: a los argentinos los quiero como si fueran mis hermanos menores, los goles argentinos los grito con furia. Sin embargo, en mi círculo íntimo debo tolerar la discrepancia: ¿qué es la familia sino una educación en el amor a lo que nos es extraño? Mi esposa, por lo pronto, le va a Alemania. Puede que esa pasión se explique porque conoció ciertas formas de felicidad en un colegio alemán o en el cuerpo de un alemán. Lo cierto es que mi esposa quiere que Alemania elimine a la Argentina sin reparar en que esa catástrofe nos provocaría un dolor profundo, una nueva humillación, ya son muchas las veces que los alemanes se cruzan en el camino y nos pasan por encima. ¿Pueden amarse sin sobresaltos un hombre y una mujer que se oponen tan tenazmente durante un partido de fútbol? Mi esposa gritará si acaso los goles alemanes, yo los miraré con pasmo y un cierto estupor y los deploraré si son en perjuicio de la Argentina o de España o de Colombia, que son mis tres patrias cuando se juega el Mundial. Y luego el mundo se divide entre los que están con Brasil y los que estamos contra Brasil. ¿Por qué estoy contra Brasil, qué ha hecho Brasil para que cultive ese rencor, por qué me sabe mal cuando Brasil es de nuevo el campeón? No lo sé, nada de esto se puede averiguar con exactitud, tal vez tiene que ver con la asombrosa facilidad con la que los brasileros juegan al fútbol mejor que todos los demás: da la impresión de que para ellos jugar bien no cuesta ningún esfuerzo y es algo natural, simple, con lo que han nacido. En mi familia teníamos a un tío brasilero que en los partidos navideños cogía la pelota y era el rey, no había quién se la quitara, nos subordinaba a todos con la magia de su pierna izquierda: nadie tenía dudas de que jugaba así de bien no por méritos propios sino porque era brasilero. Que me disculpen los brasileros, pero ya han sido campeones muchas veces y es fantástico cuando los eliminan, más aún siendo como anfitriones. No cualquier país es capaz de ese portento, sin embargo es lo que esperamos como mínimo de Uruguay. Cómo podría ver un Mundial sin ser uruguayo: de ese gran país uno espera proezas, hazañas, no esperamos que sea el campeón pero sí que elimine a Brasil. El Mundial nos ofrece esa posibilidad formidable, uno puede adoptar varias patrias a la vez, se puede ser argentino, uruguayo, colombiano, español, uno puede elegir no ser alemán, no ser francés, no ser brasilero, no ser mexicano. El rencor es una pasión y las pasiones no pueden explicarse racionalmente y mi rencor a lo mexicano tal vez se funda en el amor que una novia que me dejó sentía por ciertas canciones mexicanas. El Mundial es una fiesta para los individuos pusilánimes que nos negamos a crecer, un viaje al pasado, un reencuentro con el niño que fuimos y que se despierta cuando miramos a unos atletas espléndidos persiguiendo una pelota: no es que uno esté enamorado de ellos, es que hubiéramos dado todo por ser uno de ellos. Cuando ellos juegan, nosotros jugamos también, ellos son los que nosotros no pudimos ser, por eso los acompañamos en sus briosas acometidas y en cierto modo dibujamos mentalmente las jugadas que luego ellos van a ejecutar. Hay que ver lo que uno sufre en un Mundial, no es posible describir lo que se sufre cuando juega la Argentina o España, todo lo que somos está en juego y depende de ellos, de unos individuos a los que no conocemos y que son parte de nuestra familia. No he ido nunca a un Mundial ni romperé ahora esa prudente tradición, los mundiales se miran por televisión, en mi caso no es posible mirar los partidos en compañía de familiares o amigos, los grandes partidos hay que sufrirlos a solas, ya luego se festeja con los amigos si toca festejar. Pero tampoco conviene excederse en los festejos: apenas termina el Mundial, debemos enfocar nuestras energías en sobrevivir los próximos años para llegar vivos al siguiente y unas celebraciones descomedidas podrían minar la salud. Si hay alguna forma de vida después de la muerte espero que sea posible seguir viendo los mundiales por televisión, de otro modo será que es el infierno.