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Redacción PERÚ21

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Beto Ortiz,Pandemonio

Día mundial de la mujer. Ha llegado la hora de sentarme a escribirle una nueva carta a Mamá Rita.

Querida Rita:

Qué sustazo el que me diste anoche. Estaba a punto de salir a comer con un amigo cuando sonó el celular y, al responderlo, lo único que escuché fueron tus gritos desesperados pidiendo auxilio. Difícil describir la horrible angustia del momento. Pensé que te estaban asaltando, que alguien te estaba golpeando, que quizá hasta tu teléfono se había activado accidentalmente porque te hablaba y tú no alcanzabas a oírme y yo, sin saber qué hacer, solo escuchaba tu llanto y tus quejidos cada vez más altos, como la sirena de un ambulancia que se aproxima. ¿Qué era toda esa confusión, qué había pasado? Sencillo… Te habías sacado la chochoca. Habías sembrado tu zapallo. Te pusiste a baldear la terraza, resbalaste y cataplum, caíste de espaldas sobre las gradas. Te quedaste medio paralizada de dolor. Era tan intenso que no pudiste levantarte del piso, tuviste que pedirle a tu nietecita de tres años que corriera a buscar tu teléfono y, como yo estaba demasiado lejos para poder llegar de inmediato hubo hasta que llamar a los bomberos y todos los vecinos salieron a las puertas de sus casas. Es decir, tamaño espectáculo. "Ya estoy vieja, ya no sirvo para nada" –me dijiste, entre dientes, ya medio borrachita por la morfina, cuando por fin llegué a verte a la emergencia de la clínica. ¿Así que ya no sirves para nada? Mmm…discrepo y voy a emplear el resto de esta hoja de periódico para demostrarte lo contrario.

Voy a volver a contarle a todos quién es usted, doña Rita León, peleadora sin ley. El día que la conocí –y mire que han pasado ya casi treinta años– estaba usted peleando. Un maldito microbús acababa de pasar sobre la pierna de su hijo Toñito a los 7 años y usted estaba peleando por él como una leona. Con uñas y dientes pero solita. Yo la vi. La vi peleando con los médicos del Hospital del Niño para que no le amputaran un pie. Aquel estudiante pavo y catequista bamba que entonces era yo nunca lo olvida, nunca sale de su asombro. Nadie me lo va a venir a contar porque yo la vi. Toda menudita como era –¡en aquellos tiempos!– peleando con sus puños contra el mundo, con la empresa de transportes en el Poder Judicial, peleando con ese chofer asesino que venía a amenazarte por las noches, peleando con los mayoristas del mercado de frutas para que te dieran al mejor precio las manzanas más rojas y brillantes que –para poder llevarle a tu bebé su comidita de casa– venderías en una remota esquina de la avenida Túpac Amaru, la misma infausta esquina del accidente. Te vi peleando para que la policía no viniera a levantarse en peso la casita que habías levantado con tus manos en medio del arenal en el que te busqué, puerta por puerta, cuando se fueron de alta y te me desapareciste, aquel Asentamiento Humano Víctor Raúl Haya de la Torre, Sector Comando, porque si de cuidar a tus chibolos se trataba te volvías aprista, mormona, fujimorista, testigo de Jehová, presidenta del Vaso de Leche, del club de madres, cocinera de la olla común del fujishock y hasta terruca si de tus hijos se trataba.Por ellos, le vendías el alma al diablo sin chistar. Te recuerdo peleando con la indiferencia de las enfermeras, con los guachimanes del pabellón que no te dejaban entrar a deshoras, con ese señor que te esperaba en la casa al que siempre había que recordarle que mucho ayuda el que no estorba. Una leona. Eso es lo que eres. Sarabi, la reina leona sin Mufasa. Siempre me asombró que te apellidaras León León. Dos veces León porque, como siempre, ante la fuga despavorida del papacito tuvieron que duplicarte el apellido de mamá antes de internarte en ese convento de monjas de tu querida Arequipa donde aprendiste a trabajar a brazo partido y confiarle todas las penas del corazón a tu Virgencita de Chapi que sí es santa de verdad y no como esas monjas temibles, terribles, beatas de día y gatas de noche–como te gusta decir.

¿En serio piensas que no sirves para nada? Piensa de nuevo. ¿Qué habría sido de mí sin ti, por ejemplo, en aquel fatídico 2002? Cuando vino la miseria –a la que yo tanto le temía y tú tan poco– cuando vinieron juntas la noche, la soledad, la tristeza, la ruina, cuando los malvados Ortiz lanzaron a mis viejitos a la calle y yo ni siquiera podía regresar a este país. Tú los recogiste, tú los cobijaste, tú los defendiste. Tú me los cuidaste amorosísimamente un año, dos años, tres años intolerables, insufribles, interminables, con esa paciencia que no sé de dónde sacas, los adoptaste hasta que yo pudiera regresar. Te compraste todos mis pleitos, todas mis calamidades, todos mis juicios, todas mis penas. No te importó dedicarle a eso el íntegro de tu tiempo, desoyendo las justificadas quejas de tu Toñito –que ya va a tener cuarenta y conserva sus dos pies– y que, con todo derecho, se ponía celofán. No te importó que todos esos infames parientes de mi padre –que deberían estar prendiéndote velas ahora– te acosaran, que fueran a la comisaría a calumniarte con toda clase de cochinadas y vilezas, no te importó amanecerte en la puerta de los estudios de los abogados para informarte sobre mi caso, cachuelearte de mil maneras, si era necesario hasta saliendo a vender dulces por las calles mientras yo allá picaba montañas de cebollas y cuando por fin pudimos reunir la platita para comprar los pasajes y que pudieran ir a visitarme, la Embajada te negó la visa y me llamaste de larga distancia, llorando de rabia, a despedirte de mí para siempre porque nunca más me ibas a volver a ver, (siempre tú tan intensa y tan tremebunda), siempre a lágrima viva, haciendo honor a tu apodo más popular: La Tía Cebollita. Ay, Rita, Ritita…yo que me la doy de tan estoico y resistente pero que, a las finales, me ahogo siempre en medio vaso de agua, ¿tú crees que habría podido sobrevivir yo solo a todo eso? ¿A ver, dime? ¡Imposible! Me habría lanzado al río Hudson desde el puente de Brooklyn si tú no hubieras estado aquí para pelear –y ganar– todas mis guerras. Así que déjame dedicarte, más que sea, este tributo de chancay de a medio. Ahora que estás en camita quise hacerte este pequeño regalo –este trabajo manual para ti, así que le pedí al editor gráfico del diario que me buscara esta importante foto de octubre del 2006. La foto de mi regreso, de nuestro reencuentro en la puerta del juzgado anticorrupción. Como no quise exponer a mis padres a todo el tole tole de la prensa, este fue el único abrazo que mis colegas pudieron fotografiar sin imaginar todas las historias que había detrás. Nos vemos tan contentos que nadie creería que en esta foto soy un detenido, un vulgar reo que ya estaba más que preparado para que fueras a visitarlo a Canadá llevando su rico táper de ese tu ajiaco de olluquito y habas que me gusta tanto. El tuyo era el único abrazo que yo esperaba en medio de toda esa vorágine. Tú solita allí parada eras el numeroso familión –de a uno– que me esperaba. Sabía que no iba a llegar absolutamente nadie más. ¿No que no servías para nada? Tú eres el mástil de mi barquito, la roca de mi iglesia, la viga maestra que ha sostenido, todos estos años, mi recontra precaria existencia. ¿Ya ves? Es exactamente al revés. Soy yo el que sin ti no sirve para absolutamente nada.

¿Sabes qué? Si este pobre país aún no se ha derrumbado, Mamá Rita, es porque, allí donde el dolor nos embista con toda su furia, siempre aparecerá una mujer gigante como tú.

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