(Foto: EFE)
(Foto: EFE)

Murió Gorbachov, el hombre que sin querer acabó con el comunismo ruso y la otrora superpotencia –o imperio– llamada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Digo “sin querer” porque lo que pretendió el otrora gobernante ruso fue una reforma política del comunismo para que sea menos duro e ineficiente, pero que persista.

Gorbachov no era un socialdemócrata, sino un político que se había ya convencido de que el sistema comunista no daba para más, que las carísimas carreras espacial y armamentística con EE.UU. les había demolido económicamente, que ya no podían seguir subsidiando a Cuba, a Corea del Norte y al bloque comunista de Europa del Este, que la larga guerra en Afganistán y demás aventuras subversivas en el Tercer Mundo eran muy onerosas, que su casi monodependencia del petróleo ya no podía solventar el sistema y que no era posible que la URSS pudiese construir naves espaciales Soyuz o jets MIGs, pero fuera incapaz de manufacturar una refrigeradora o un auto decente.

Así, Gorbachov pensaba que a la URSS le urgían cambios para subsistir, vía glasnost (apertura) y perestroika (reconstrucción). Su principal error fue creer que el cambio debería ser político antes que económico, una postura muy distinta a la de los rojos chinos, que mutaron exitosamente la economía comunista a una capitalista sin que su partido comunista suelte el poder.

En cambio, Gorbachov se quedó sin soga ni cabra: el partido comunista ruso perdió el poder y su economía transitó después muy dolorosamente a una capitalista (si podemos llamar “capitalista” a este mercantilismo estatista, oligopólico y mafioso).

El resultado fue que el otrora inmenso Imperio soviético se desintegró en varias repúblicas (Rusia, Ucrania, Bielorrusia, Kazajistán, Georgia, Armenia, etc.) y se perdió el dominio sobre Europa del Este. Por esa debacle es que Gorbachov es repudiado en la Rusia de hoy. Gorbachov era un buen hombre y siempre quiso la paz. Por eso merece respeto y cariño a su muerte.