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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttps://goo.gl/jeHNR

No me gusta escribir prólogos. Me siento usado, manipulado. Siento que el autor del libro le está diciendo al lector: si no soy capaz de convencerte solo, por mis propios méritos, acá te ofrezco, por el mismo módico precio, unas líneas inéditas escritas por Jaime Baylys en mi honor. Es decir, el que pide prólogo carece de fe en sí mismo y se recuesta sobre uno más famoso para asegurar la dudosa venta. Los prólogos, además, son predecibles: el autor es un gran talento, el libro es una maravilla, cuánto nos ha enriquecido el autor con su amistad a lo largo de los años, con qué callada poesía ha sabido tragarse los sapos crudos a que el diario vivir nos obliga. Los prólogos se escriben para cumplir con un amigo, para quedar bien y para demostrar, de paso, que uno escribe mejor que el prologado en cuestión: cuídate de los escritores que presentan libros de otros escritores, al final terminan hablando mal de los que van a presentar y bien de sí mismos, son unas ratas peludas. Con los prólogos es más delicado y se nota menos pero, por lo general, el prologuista se esmera por derrotar al prologado en ingenio, en prosa rica y cadenciosa, en anécdotas malditas, y cuando lo consigue, el prologado ya no sabe qué hacer, pues el prólogo, con sus magras cuatro páginas, ha puesto en evidencia que el libro es una buena mierda y que ya leído el prólogo para qué carajos leer el libro si ya todo va de bajada. Por eso yo prefiero no escribir prólogos, porque la cosa siempre acaba mal. La última vez que me pidieron un prólogo dije que no, que estaba mal de salud, pero la excusa no me sirvió porque el autor estaba peor de salud que yo, le había dado un colapso nervioso y había enmudecido y quería despedirse publicando unas memorias sentimentales. Cuando entendí que no podía ser tan mezquino para negarme, escribí el prólogo y conté todo lo divertido y arriesgado que recordaba de aquel gran músico ahora físicamente disminuido. Conté algunos momentos que habíamos vivido juntos, armando un porrito camino a la oficina de un millonario de la música, atacando como pirañas a las fans después de los conciertos con una línea suya que era memorable: no te voy a tocar, no te voy a besar, solo enséñame las tetas. Qué genial era el gran músico entregándose comedido a su público, mirando nomás, mirando tetas, qué fascinación tenía con las tetas, era una cosa genial, como de niño malcriado, de niño que se niega a crecer, la fascinación que tenía yo con las tetas de las chicas Playboy cuando era chico, después me aficioné más a los culos, pero esa es otra historia, otro prólogo. La cosa es que mi amigo me dijo que el prólogo estaba genial y que le había encantado, pero que no podía publicarlo porque la historia del porrito y la historia de enséñame las tetas le podían traer problemas con sus fans y con su esposa y qué se yo. Ni modo, dejé que cortaran el prólogo y lo redujeran a la nada misma. Y me quedé con el sabor amargo de que siempre que escribo un prólogo me arrepiento. Y ahora este antiguo amigo de la universidad (que, la verdad, fue más que un amigo pues supo tener compasión conmigo y dejó que se la chupase en unas pocas ocasiones, cuántas ocasiones me pregunta Silvia mientras caminamos de madrugada, no más de seis, no menos de cuatro, mi amor, le respondo, y Silvia suelta una carcajada y dice ¡se la chupaste seis veces, es un montón de chupadas!) y yo discrepo y me defiendo diciendo no me parece, no en el contexto de toda una vida de amigos, se la chupé entre cuatro y seis veces cuando estábamos en la universidad, pero nunca nos dimos un beso, nunca pasó nada más, y desde entonces han pasado casi treinta años y nuestra amistad ha sido puramente fraternal, varonil, de amigos, sin chupadas por mi parte, porque él se decantó mucho por las mujeres y siempre tenía una novia y un calentado y una trampita y se las ingeniaba para andar culeando fino todo el día. Porque mi amigo el escritor es guapo y tiene labia y es optimista y buen cocinero, y todo eso le juega a favor con las mujeres, además de que está muy bien dotado, lo que también le juega a favor. No podía decirle que no a mi amigo, tenía que escribirle el prólogo, pero, por otra parte, me parecía que si era honesto conmigo mismo el prólogo tenía que aludir siquiera vagamente a mi condición de antiguo amigo mamón del prologado. Le prometí que le mandaría el prólogo uno de estos días y dejé que la cosa se enfriara pero la cosa, lejos de enfriarse, se calentó, se recalentó. Porque una madrugada desperté encendido por unos sueños eróticos con mi antiguo amigo, unos sueños en los que reanudábamos las prácticas orales que habíamos sabido compartir en tiempos de la universidad, y no me quedó más remedio que hacerme una paja repentina, furiosa, pensando en ese amigo y en el prólogo que tenía que escribirle. A la mañana siguiente (en realidad eran las tres de la tarde) le escribí un correo electrónico: "Anoche tuve unos sueños eróticos fogosos contigo. Te deseaba violentamente. Tuve que complacerme a solas evocando los placeres que supe encontrar en tu cuerpo. Hace más de tres años que no estoy con un hombre. Estoy desesperado por estar con un hombre. Necesito mal estar con un hombre. Y ese hombre eres tú, Raulito. Suerte con tu libro. Si quieres, usa este correo como prólogo". Raulito no ha respondido. No creo que use mi prólogo fogoso. Para qué me piden prólogos si después los someten a la censura puritana. Le he sugerido a Raulito un encuentro furtivo de tres días en Costa Rica, Panamá, Roatán, pero no hay respuesta. Silvia me aconseja que vaya una noche a un bar gay en Miami Beach y me levante a alguien. Yo soy un poeta, mi amor, no se puede caer tan bajo, le recuerdo, y más tarde ella es Raulito y me hace el amor con el punto exacto de ternura y rudeza. Qué me haría sin Silvia: ella nunca me pediría un prólogo, ella tiene una maestría en hacerme venir, ella escribe los epílogos conmigo.