Los partidarios del presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, ingresan al Capitolio. (Foto de Saul LOEB / AFP).
Los partidarios del presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, ingresan al Capitolio. (Foto de Saul LOEB / AFP).

Mientras escribo esta columna, el Capitolio, que es donde se encuentra el Parlamento de Estados Unidos, está capturado por una banda de supremacistas raciales, negacionistas de la pandemia, necios y orates que se niegan a reconocer que Trump perdió las elecciones limpiamente. Su revuelta comenzó con una movilización incitada por el mismo Trump para presionar a que el Parlamento norteamericano no certifique el resultado electoral que dio como ganador a su rival, Joe Biden.

Pero esto no debería sorprender a nadie. En esta columna lo he venido anunciando desde mediados del año pasado, cuando comenzaba a ser evidente que la reelección de Trump peligraba. Si han seguido de cerca la pataleta de Trump en estos meses, seguro coincidirán en que lo ocurrido ayer en Washington es el desenlace lógico para un golpista: pretender retener, mediante el uso de la fuerza y las armas, el poder que los electores le negaron.

Trump termina su mandato más cerca de ser jefe de una mafia que presidente. Como Nixon, pero más grave. Trump intentó cuestionar las elecciones en la vía judicial y no lo logró. Buscó cambiar los resultados finales presionando a un funcionario para que haga “aparecer” votos, pero eso tampoco funcionó. Intentó convencer a congresistas y senadores para que cuestionen las elecciones, pero no tuvo éxito ni con su partido. Luego pretendió que su vicepresidente, Mike Pence, desconociera los resultados mediante una antojadiza interpretación constitucional, pero este le dio la espalda. Entonces, como todas las vías institucionales estaban agotadas, mandó milicias urbanas a capturar el Congreso.

Trump nunca estuvo a la altura de una responsabilidad mucho más grande que él. La buena noticia es que ya se va. La mala es que demasiados compatriotas lo siguen respaldando y justificando, lo que daría risa si la expansión del autoritarismo no fuese un verdadero peligro para la democracia.

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