(GEC)
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La guerra contra el COVID-19 no puede convertirse en una contra los ambulantes, quienes se han transformado en víctimas predilectas de los que pretenden control y orden a rajatabla, al margen de la realidad que viven cientos de miles. Nadie quiere trabajar en las calles porque sí, menos ahora cuando hacerlo es más peligroso que nunca, pero alcaldes, serenos y policías los tratan injustamente como delincuentes.

Los ambulantes están siendo perseguidos, agarrados a palazos y se les está arrebatando todo lo que tienen. Los están arrinconando en un momento de desolación, como si la violencia del desempleo y la miseria no fuesen suficiente. Ayer una comerciante en el Cercado, conocida como Sabina, fue atropellada mientras intentaba escapar de la policía para que no le quiten lo poco que tenía para vender.

Durante décadas el comercio ambulatorio ha convivido entre nosotros. La gente ha usado las calles para vender y ganar lo que se pueda porque no hay otra opción. Los ambulantes suelen ser personas que viven al día y parte del eslabón laboral más precarizado. Es un recurso cuando el hambre toca la puerta, así que es fácil imaginar que, si uno de cada dos peruanos está sin trabajo, el comercio ambulatorio sea para muchos la única luz al final del túnel. Apagarla en este momento es inhumano, además de torpe.

Son más de dos meses en los que el dinero no fluye. Si no llegará un bono verdaderamente universal que alcance a todos los que lo necesiten, ¿de qué vivirá la gente? Perseguir a los ambulantes cuando el mundo formal no ofrece opciones no tiene lógica. En vez de garrotazos deberían recibir mascarillas y alcohol para las manos. No son tiempos normales. Las reglas habituales tienen que ajustarse a la pandemia y la recesión, si no, a este ritmo, si la gente no muere por COVID o de hambre, lo hará en manos de la policía o, como pudo pasar con Sabina, atropellada.

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