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Redacción PERÚ21

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Carlos Meléndez,Persiana AmericanaLima es la ciudad con mayor reputación para hacer negocios y también la más contaminada del continente. Es la capital gastronómica de América Latina y tiene un policía por cada mil habitantes. Es una urbe donde se practica la discriminación racista y clasista, y el acoso callejero a mujeres es un malestar cotidiano. Es modernidad y feudalismo. Lima es una ciudad ajena, no solo porque la desconozcamos más allá de nuestro circuito diario, sino porque nos la arrebatan todos los días. ¿Sabe usted que camarillas de delincuentes cobran cupos a taxistas para que circulen en el mismo Cercado de Lima, que pandillas juveniles se aprestan a cobrar 'peajes' a pasajeros que utilizarán el recientemente inaugurado tramo 2 del Metro?

La gravedad de la situación no nos sorprende y la hemos incorporado a nuestra vida sin aspavientos. La privatización de la seguridad, los excesivos precios de taxis 'seguros', el incremento del tiempo para desplazarse por la ciudad, la reducción de las zonas seguras para el libre tránsito, etc., evidencian la merma en la calidad de nuestras vidas. Lejos de convertir estas deficiencias de la ciudad en exigencias de políticas públicas eficientes, la desconfianza frente al gobierno y al Estado conduce a la ciudadanía a naturalizar la pauperización de la convivencia urbana sin chistar. Nos hemos convertido en citadinos conformistas impresionables por victorias pírricas (un restaurante sin autorización municipal entre los mejores del mundo) y postergamos nuestra lucha por una modernidad en serio. A ello se suma el agravante de que entre nuestras preferencias electorales figuran responsables de esta desgracia urbana (Castañeda, Villarán) y zopilotes mediáticos que impresionan por su vozarrón prejuicioso y conservador.