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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,Un hombre en la luna

Otra gente vive por las mañanas, se impacienta, se apresura, cumple unos rituales, llega exhausta al mediodía. Yo paso las mañanas en coma profundo, inducido, desapegado de mi identidad, paseando por la vía láctea. Tal vez a las dos o tres de la tarde vuelvo a saber quién soy, dónde estoy, cómo me llamo. Numerosas capas de cachemira fina han sido humedecidas por la esforzada transpiración de un cuerpo que yace y sin embargo viaja. Me desprendo de la ropa al tiempo que escudriño en mi cuerpo amarillo los estragos del tiempo. Se ha difuminado el recuerdo de los años en que era joven y sentía bríos. Todo ahora es quieto, sosegado, mustio, vacío. Nadie espera, salvo el público huidizo, el lector improbable, es decir nadie. Una vez que recubro mi cuerpo de un número de texturas secas y vigilo con desdén el tráfico de correos en la pantalla, bajo las escaleras midiendo cada paso. Una caída podría ser fatal. Un silencio lóbrego, oscuro, preside cada ambiente de la casa. Toda filtración de luz ha sido suprimida por telas vaporosas. Las cosas están dispuestas de tal manera que nadie se sorprendería demasiado si una tarde no despertara. Se entiende que la voluntad es dormir hasta las últimas consecuencias. Tal obstinación por mi parte es respetada con sumo cuidado por las personas que, reunidas en la casa de huéspedes, prosiguen apaciblemente sus vidas sin esperar nada de mí. Parecería que es invierno por las ropas que visto y los zapatos que calzo. Siempre es invierno en el corazón. A todo se acostumbra uno, incluso a que te busquen solo para pedirte dinero. Pasan los meses, los años, te mandan las cuentas, te piden que pagues, qué otra cosa podrías hacer salvo pagarlas y replegarte en un silencio culposo. No es natural el jugo de naranja que bebes: alguien ha exprimido las naranjas cuando dormías, lo natural sería que las exprimieras tú, no ella. Los días comienzan cuando ellas sonríen. Antes no estaban. Ahora están y por lo visto van a quedarse, no tienen intención de irse. Es una fortuna que sus vidas coincidan ocasionalmente con la mía y nos digamos cosas dictadas por el más puro afecto. Podrían no estar acá, no habitar esta casa, podrían estar lejos, en otra ciudad, en otro país, pero están en esta casa, cerca de mí, no tan cerca para agobiarme, no tan lejos para echarlas de menos. A media tarde salimos a dar un paseo en la camioneta, acompañados por las canciones que ellas eligen. Nunca, por supuesto, salimos de la isla. No conviene salir de la isla a menos que sea inevitable. Vivir en la isla tiene sus ventajas. Una de las ventajas es que casi no hay gente viva a primera vista. Es posible que exista gente real dentro de las casas, pero en las calles es muy infrecuente ver a una persona dando señales de vida, caminando, corriendo, montada en bicicleta, y cuando eso ocurre es tan raro que nadie se saluda y se finge que el encuentro no ha ocurrido. Tal es la naturaleza de la isla y sus habitantes ensimismados: las cosas ocurren con absoluta discreción, casi clandestinamente. No pocos autos de la policía patrullan la calma. Todo seguiría igual de calmado si nadie patrullara nada. Los policías bostezan y se amodorran dentro de sus autos aparatosos y contestan desdeñosamente el saludo cuando uno les hace una venia. Al volver a casa me siento a escribir. Una nube, una niebla, una neblina se apodera del aire que respiras y solo consigues despejarla traspasándola con palabras que alguien, sentado en tus tripas, va dictándote con espíritu ateo, sedicioso. Qué escribes, por qué escribes, qué sentido tiene insistir en esa cruzada atrabiliaria y deshonesta, no se sabe, no está claro. Otros usan sus vidas para vivirlas sin tomar nota, como si estar vivos fuese algo normal, a ti te parece urgente usar cada día para escribir algo que, sumado, enredado, atenazado, convertido en una bola biliosa, dé sentido al caos que has vivido, que te ha sido impuesto desde que naciste en esa familia de locos, todos locos. No será un día tranquilo si no te detienes a contar viciosamente lo que es menester contar, sabe Dios por qué tienes que contar esas cosas, pero si no las cuentas tú, nadie las contará y alguien tiene que contarlas, alguien tiene que hacer el trabajo sucio. Escribir es, en efecto, un trabajo sucio: uno se mancha, se embarra, se contamina, bajas a una mina buscando oro, plata, y al final sales tiznado, aturdido, sin aire, con restos de plomo en las manos y los pulmones, oro no pudiste encontrar, una pena. Cumplida la tarea de minero que desciende al socavón asfixiante de los recuerdos, es de justicia entrar en las aguas tibias de la piscina y procurar que ella sonría. Todo está bien cuando sonríe, todo se justifica cuando parece contenta: la promesa de su vida o la ilusión de su vida destruyó la certeza de otros afectos que ahora aparecen eclipsados, diluidos. Al parecer no fue posible, o yo no lo hice posible, que todos en la familia esperásemos con amable expectativa la llegada de una niña condenada a ser mi hija. Así son las cosas, no me quejo. Los hijos soportamos a nuestros padres solo mientras los necesitamos, luego nos apartamos de ellos para averiguar quiénes somos y encontrar nuestro preciso lugar en el mundo. Nada más odioso que un padre entrometido. No quisiera ser nunca el que predica, el que vigila, el que amonesta, el que juzga: prefiero ser, si acaso, un vago recuerdo. Después de comer los platos exquisitos que unas manos expertas cocinan en esta casa todas las mañanas mientras viajo dormido, meto mi cuerpo flácido en un traje, anudo una corbata y voy a trabajar. Es un decir. Salir en televisión diciendo alegremente memeces no califica como trabajar, es más bien la simulación de un trabajo. Pero hay que hacerlo, alguien tiene que hacerlo, alguien tiene que ocupar ese espacio físico, ese horario en ese canal. Llegará el día en que caiga la guillotina, me despidan y no tenga adónde ir a trabajar. De momento cumplo la rutina con una sensación de gratitud: es una suerte que me paguen por hablar memeces, es una suerte que alguien preste atención y en ocasiones lo disfrute. Hay que estar preparados para que todo se termine, hay que enfrentar con aplomo las incesantes humillaciones a las que la vida nos somete, las trampas y emboscadas que nos tiende. Llegará el día en que no tengas programa ni voz para decir memeces, por ahora los días son completos cuando has dormido doce horas, has escrito tres o cuatro y has salido una en televisión, reportando con aire circunspecto las desgracias más o menos previsibles. Pasada la medianoche, sales a caminar con ella. Puede que sea el momento más placentero del día. Cuando los gatos se acercan y soban sus lomos encorvados en nuestras piernas y ella los acaricia y les habla, olvidas por un momento tus fracasos y te abandonas a la dicha de ser ese hombre al que un gato confiado reconoce y saluda con un afecto que acaso no mereces.