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Las guerras silenciosas
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Por la Navidad de 1945, los niños en los Estados Unidos escribían dos cartas. Una a Santa Claus justificando haberse portado bien, ilusionados de recibir los regalos que pedían. La otra era de esperanza para otros niños, que se enviaban en paquetes con juguetes, chocolates, galletas y conservas. Serían un alivio para millones de familias europeas en los años después de la guerra porque, con la agricultura y los caminos destruidos, faltaban alimentos. Si había suerte, se conseguía trabajo por un pan al día. Hambruna total. Peor aún, se calcula que dos millones de mujeres alemanas fueron violadas brutalmente como botín de guerra, que once millones de prisioneros fueron esclavizados para trabajar casi hasta la muerte en la reconstrucción de ciudades y que, al regresar a sus pueblos, millones de desplazados eran rociados con DDT para controlar el tifus, como apestados. Sobrevivieron para morir en soledad, aquellos que querían ya no existían. La paz, a veces, trae otras guerras más crueles.
Nosotros amanecimos bien en este siglo: habíamos resuelto nuestras desgracias, derrotado al terrorismo, estabilizado la moneda, la disciplina fiscal era una política de Estado, el mercado era libre, fuimos los favoritos de la inversión extranjera, crecía la economía, se reducía la pobreza y habíamos transitado de una dictadura corrupta a una democracia en un proceso ejemplar. Veinte años después ese paraíso se desmorona. ¿Qué desgracia vino con esa paz? La corrupción, se contesta. Se dice fácil y es verdad, pero no lo explica todo. La falta de institucionalidad, se replica. Pero es abstracta y oculta el hecho de que la corrupción prosperó a vista y paciencia nuestra, quizá protegida por nuestras conductas en las pequeñas cosas de la vida, como cuando hay que sortear una multa o acelerar un trámite.
Europa se superó construyendo cultura cívica. Si en la guerra se requería coraje para luchar, en la paz fue necesario olvidar egoísmos para reconstruir edificios y almas, a pesar del hambre, del dolor y de la humillación. El horror igualó a todos en la desgracia y quedó claro que nadie se salvaría solito. Resolvieron sus problemas con empatía, cada quien pensando en los demás. Eso vale para todo lo que nos pasa en estos días: elección de vocales para el Tribunal Constitucional porque cada quien quiere el suyo; adelanto de elecciones porque nadie sirve; o el apocalipsis del cambio climático porque nada se hace. No esperemos a la desgracia para reaccionar. Empatía, ahora, es lo que hace falta.
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