Michael Sandel es autor de un libro cuyo título es el de esta columna. Su mensaje: la convicción de que el éxito individual depende exclusivamente del mérito, ha construido una sociedad profundamente desigual y dividida. En esta “meritocracia” el valor personal se mide por logros académicos y profesionales, y quienes no alcanzan esos estándares quedan relegados y despreciados en medio de una falsa ilusión de justicia, al ignorar los factores externos que influyen en el éxito de cada individuo.
Se dirá que la meritocracia es mejor que la aristocracia. Sin embargo, afirmar que ofreciendo oportunidades parejas para la educación, lo único que distingue a los exitosos es su esfuerzo y capacidad, y que las enormes disparidades en los niveles de ingreso y estilos de vida se explican por eso, es engañoso.
La obsesión con el título universitario, el posgrado, los diplomados y la presentación de logros en la feria de CV virtuales ha comenzado a pasar factura. Por un lado, muchos jóvenes que tienen todo o parte de lo anterior no consiguen trabajo. Pero sobre todo, cuando lo consiguen, se trata de tareas poco interesantes, intrascendentes, mal pagadas y que son una suerte de primer piso sin ascensor que permita vislumbrar una línea de carrera. Además, la posibilidad de pertenencia se interrumpe de manera abrupta, independientemente de la calidad de la performance, al ritmo de fusiones, adquisiciones y otros avatares del escenario económico.
¿Y quién dijo que Louis Armstrong tenía razón? El mundo no es un lugar fácil.
Es cierto, pero hay una generación que creció ilusionada en que quien estudia triunfa y que ahora se da cuenta de que la vida es una tómbola. Esos jóvenes están acumulando frustración y rabia, muchos —me consta porque los escucho, tanto quienes estudian en el país como los que se encuentran en el extranjero— se sienten estafados por un discurso que ahora identifican como soberbio, que hace del conocimiento tecnocrático el motor del éxito y la fuente de un orden social gratificante. Como me dijo un joven interlocutor, “no importa ni cuánto ni qué conoces, sino a quién conoces”.
¿Y quienes no accedieron a la educación salvadora, quienes quedaron al margen de las muy reales ventajas de la globalización cosmopolita, quienes están en las miles de actividades tradicionales, apegados a costumbres locales? Bueno, allá ellos que no siguieron el camino correcto, tienen lo que merecen. Pero también vienen reaccionando desde hace varios años ante la soberbia de los sabelotodo, la complacencia de los exitosos, optando por ofertas que a muchos nos parecen inexplicables, contraproducentes e irracionales.
Ninguno de esos dos grupos van a seguir aceptando que merecen no tener. No solamente cuestión de ingresos sino reconocimiento y dignidad. Menos cuando el COVID-19 puso en evidencia que la manera en que la sociedad se ha organizado los últimos decenios es incapaz de repartir de manera aceptable los costos de ciertos eventos que requieren respuestas colectivas solidarias: catástrofes naturales o pandemias, por ejemplo.
Es la hora de un poco de humildad.