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La fe mueve pelotas
“De los escombros de Reynoso está renaciendo un equipo. Con Fossati, ese Angry Bird que mira el partido sosteniendo un rosario. Este equipo, sin fe, no camina”.
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El fútbol peruano no es un deporte, es un acto de fe. Califica como religión o misterio. En términos racionales, es un hermoso malentendido emocional. Es decir, existe, pero no tanto. Antes que una actividad deportiva donde manda la supremacía atlética y el dominio de la técnica, es un refugio bicolor de la nostalgia por tiempos mejores. Un eco terco de una revancha que siempre suena tardía, la compilación de las oportunidades perdidas y promesas truncas, que, sin embargo, alimenta aquello que amenaza: la ilusión.
Esta vinculación emocional con el más bello deporte supone un sonambulismo sostenido por un sistema nervioso masoquista y veleidoso. Nos deseamos mal, pero anhelamos el triunfo. Amamos la previa, su licor y bocado, ceremonia de intoxicación emocional en que participan más de treinta millones de entrenadores de sofá que incluyen fanáticos y pesimistas que fundamentan su acritud con ciencia estadística. Esta, invariablemente, se diluye apenas ataca Perú y los corazones se alteran sin gobierno alguno. Es un acto reflejo que nos hace fisiológicamente parte del equipo.
Puede ser que el dinero haya malogrado todo. Antes, cuando el deporte era más amor al arte que al cobre, la entrega era absoluta hasta el absurdo. Hugo Sotil se escapó de su concentración en el Barcelona de Cruyff para venir a jugar por la selección. Trajo relojes de contrabando para regalarles a sus compañeros y, de yapa, nos hizo ganar la Copa América 1975. La imagen de Hugo Sotil Yerén, iqueño que empezó a jugar fútbol en una canchita parroquial en Gamarra, está ahora en el Museo del Barcelona del Camp Nou. Él habita en Lima, recordado a veces por la prensa deportiva, olvidado siempre por un país ingrato hasta que te mueres.
En grotesco contraste, ahora hay seleccionados que demandan que la plata llega sola. Y si no llega, hay que reclamarla con los mismos ademanes como aquellos atorrantes que en un restaurante llaman al mozo chasqueando los dedos. Renato Tapia ha establecido un antiejemplo inmenso con aquella pretensión de querer cobrarle lucro cesante al país. Primero me pagan, luego defiendo los colores patrios. Ese era nuestro capitán del futuro. Ojalá, viendo ahora a sus compañeros acabando el partido ante Chile entre calambres, esa capitanía futura haya quedado en el pasado.
Uno de los ejes inmóviles de este sistema de creencias orbita en torno a Cueva, o Cuevita, según el estado de ánimo intermitente que genera su errático devenir. El penal en Rusia 2018 es la nube gris que lo acompaña y lo reta. Ese desvarío geoespacial, un saludo vertical a Gagarin dirigido al cielo ruso, se repite en un lugar secreto del alma peruana en bucle eterno y aromas de mistura hechas de cerveza y de orín. La necesidad de revertir ese hechizo gracias al conjuro genial del botín del díscolo trujillano es un anhelo clandestino y culposo del hincha nacional. Todos queremos, así lo neguemos ante evangelios, que Cueva vuelva a ser Cuevita. Y, hecho ese, se la pegue.
Solo un poder intangible de esta naturaleza nacional e irreversible explica qué hace ahora mismo Christian Cueva en la Copa América. Sin equipo, sin jugar ocho meses, él y sus cabellos erectos han sido oficialmente convocados a la selección absoluta de fútbol. ¿Está en calidad de amuleto o cábala? No, está en calidad de Cuevita. Todos estamos esperando que convierta el agua en vino. O en cerveza.
De los escombros de Reynoso está renaciendo un equipo. Fossati, ese Angry Bird que mira el partido sosteniendo un rosario, sabe perfectamente que esta selección sin fe no camina. Gareca supo generar esa fuerza espiritual entre nosotros, pero sosteniendo la billetera ahí donde ahora está el rosario. Además, insistió inútilmente con un hemisferio al que no solemos hacerle mucho caso, menos aún dentro de una cancha de fútbol: pensá. Tal vez el imperativo era otro: sentí.
El que sí pensó mucho, posiblemente en demasía, fue el propio Gareca. Pensó que billetera mata lealtad y ahora se le vio incómodo, malencarado y desmejorado vistiendo un buzo azul que no le viene nada bien. Debe de ser la comida horrible que está comiendo en otro sitio.
No hay recambio, hay repetición. En ella reside el gusto, pero también el disgusto. Paolo Guerrero está librando en público, ante todo un país, la batalla de la que nadie se escapa: cómo ganarle al paso del tiempo. Si él lo logra, y esto se resuelve anotando aunque sea un solo gol, a todos nos habrá regalado un año más de vida y a él, algo de paz ahora que su pareja actual se queja todo el día de Trujillo.
Decimos, y lo sabemos, que no controlamos el balón. Que no sabemos trasladarlo. Que no pateamos al arco. Antes a Gareca le tocaba dar las disculpas que ahora da por el desempeño chileno; decía que el problema del fútbol peruano era otro. Según su teoría, el problema era el suelo. Es decir, la cancha.
Decía Gareca que la naturaleza maltratada, dispareja y agreste de las canchas peruanas había degradado el histórico buen trato del balón que antaño profesaba el jugador peruano. Los jugadores actuales por eso requerían de hasta cuatro tiempos para parar un balón. Llevan a cuesta una cojera a medias, sugería entre líneas Gareca.
Ante Chile y sobre cancha norteamericana de una tersura propia del primer mundo, demostramos que la entrega es una de las versiones nobles de la técnica, especialmente cuando se adolece de esta última. A pesar del abuso del pelotazo y los centros a ninguna parte, revertimos la lógica, las apuestas, y la teoría del propio Gareca. La cancha puede ser una alfombra o un campo de minas, da igual. Lo importante, querido Ricardo, es que el corazón esté en su sitio, si se permite la huachafada, licencia habilitada por el raro arte de patear un esférico que nos ocupa.
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