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Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

La situación de Grecia es calamitosa, el problema es doble y funciona como una tenaza: por un lado, tienen un ratio deuda/PBI elevadísimo (177%), deuda que –así sea con recortes– deberán pagar eventualmente; por el otro, una población acostumbrada a la vida fácil (pocas horas de trabajo semanal, buenas vacaciones y una jubilación temprana) y una economía improductiva. Este último es, a fin de cuentas, el principal problema: si los griegos fueran altamente productivos, no tendrían que trabajar mucho, se podrían jubilar temprano y podrían pagar su deuda. Pero no lo son y quieren vivir como si lo fueran.

Las lecciones para el Perú de la crisis griega son muchas; la primera, sin embargo, es entender que, si la economía no es productiva, difícilmente se podrá gozar de beneficios que deseamos (salvo, claro, que queramos endeudarnos y vivir a la griega). Esto no es un tema ideológico, de neoliberales, progresistas, conservadores o comunistas. Todo eso sirve para la platea, para ganar votos y puestos. Pero para el trabajador, el ama de casa, el joven estudiante, la realidad dependerá del grado de desarrollo de la productividad de su economía.

No es, por cierto, el dilema del huevo o la gallina. En esto sabemos qué va primero: es el incremento sostenido de la productividad que permite las mejoras en los ingresos y en la calidad de vida. Uno puede creer que otros factores son primeros (salarios dignos, beneficios laborables, etc.), pero en la realidad no existe ni un país que no sea altamente productivo que no sea ya desarrollado. En términos económicos y de desarrollo, la productividad no es lo más importante, es lo único que importa; según los estudios del economista Charles Jones, el 80% del crecimiento en la producción agregada por persona (PBI per cápita) desde 1948 se debe a incrementos en productividad.

¿A qué nos referimos por productividad? A la eficiencia de un sistema (una empresa o una nación) para producir bienes y servicios con determinado nivel de trabajo y capital. Esto puede sonar difícil para algunos, pero no lo es para los tecnócratas y la mayoría de la clase política –léase, los que toman las decisiones políticas–. Desde mediados de los años cincuenta (es decir, hace 60 años) se reconoce a la productividad como la clave del crecimiento en el largo plazo. El economista Robert Solow fue el primero en probar esta realidad; manteniendo similares niveles de trabajo y capital, las mejoras tecnológicas nos llevan a mayores niveles de productividad.

¿Qué sabemos, entonces, hasta ahora? Dos cosas. Primero, que es la productividad la que responde a la mayor parte del crecimiento de una economía; lo segundo es que las diferencias entre países se explican por sus niveles de productividad: las economías más productivas crecen sostenidamente y de manera más saludable.

Entonces, la gran pregunta: ¿qué factores promueven las mejoras en productividad? Esto es clave, nos revelaría cómo crecer y desarrollarnos como nación. ¿Es que no sabemos a ciencia cierta qué promueve la productividad? Pues sí y no. Acá es donde se encuentran los mundos de la economía y la política. En lo general, sabemos qué se debe hacer para incrementar la productividad de una economía; el problema es que la mayoría de dichas decisiones son impopulares… de hecho, son muy impopulares.

Regresemos a Grecia y observemos el índice de países en cuanto a la productividad por hora trabajada: sobre 61 países estudiados, Grecia aparece en el puesto 31; Perú en el 56. Si prefieren, Grecia aparece en el percentil 50 y Perú en el percentil 91. Grecia es uno de los países menos productivos de Europa y de la OCDE; ahora comparémonos con ellos.

Tanto los griegos como los peruanos requerimos hacer reformas, urgentes, que aumenten nuestra productividad. ¿Qué hacer? La receta es conocida: reformas institucionales, reducir la carga regulatoria (sobre todo la laboral y microeconómica), mejorar la calidad de los servicios públicos y de la infraestructura, acceder a tecnologías (tanto maquinarias como de conocimiento: mejores prácticas corporativas, administración del conocimiento, etc.).

Nada de esto es nuevo y, sin embargo, casi nadie –por no decir nadie– habla de ello. ¿Por qué? Bueno, por dos razones: siendo algo que ya tiene 60 años de historia y data sigue siendo un enigma para la clase política. Aunque parezca mentira, así es. La segunda es que, aun si saben algo de ello, entienden claramente los altos costos políticos de implementar las reformas que exigen los tecnócratas.

Nunca es tarde para empezar, eso está claro. Pero, ¿quién dará el primer paso? ¿Cuál será el primer político que ataque este problema?