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Tu vida se apagará también
“Barclays comprendió entonces que la televisión no tenía que ser acartonada y boba de solemnidad, como la que se hacía en su país de origen, el Perú, y soñó con hacer algún día un programa de entrevistas irreverentes, al estilo de Carson y Letterman”.
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Barclays, de niño, tenía prohibido ver televisión. Sus padres eran muy religiosos y creían que la televisión corrompía moralmente a sus espectadores. Cuando sus padres salían, Barclays veía televisión a hurtadillas. Solo había tres canales en blanco y negro. Sus programas favoritos eran Los ángeles de Charlie con Farrah Fawcett, El gran chaparral, Hawaii 5-0, Kojak con Telly Savalas y El hombre biónico con Lee Majors. También le gustaba ver los partidos del fútbol alemán, narrados en español por un locutor enjundioso.
Barclays no sabía que, de grande, se convertiría en un figurón de la televisión, o en un fantasmón de la televisión, desde la temprana edad de los dieciocho años, vengando así la prohibición puritana de sus padres, dejándose corromper moralmente por el negocio deslenguado y exhibicionista de la televisión.
Ahora Barclays y su esposa ya no encienden la televisión, salvo para ver series, documentales, películas, pero no para ver programas regulares de los canales habituales de la caja boba. Hay seis pantallas de televisión en distintos ambientes de la casa, pero parecen reliquias desusadas de un tiempo pasado, y ya nadie las enciende como antes.
Barclays solo ve televisión regular cuando transmiten en directo los partidos de la Champions, la copa europea de fútbol. Antes veía ciertos partidos de la liga española, de la liga italiana, de la liga inglesa: ahora pasa de ellos y prefiere ver los resúmenes por internet, que, en pocos minutos, te cuentan lo mejor del partido. Es decir que el avance de la tecnología, que ahora permite ver un partido en menos de diez minutos, ha dejado en situación obsoleta a la televisión convencional.
Barclays se fue muy joven de su país de origen. Le parecía que había nacido en un país desnortado, suicida, sin futuro. Tenía que elegir entre cambiar su país o cambiar de país. Cínico, perezoso, eligió lo segundo. Como al parecer tenía talento para hablar pavadas y memeces, hizo una carrera en la televisión de América.
Entre sus veinte y sus veinticinco años, habiendo abandonado la universidad, la carrera de leyes, habiéndose aficionado al uso de narcóticos y sicotrópicos, Barclays pasaba la mayor parte del tiempo en hoteles de lujo de Santo Domingo y San Juan, donde hacía televisión bien pagada. En esos hoteles tenía siempre la televisión encendida, en canales procedentes de los Estados Unidos. Veía todas las noches, ya tarde, dos programas que le fascinaban: el show de Johnny Carson, fantástico comediante, inspirado decidor de monólogos de humor que hacían escarnio de los políticos en el poder, afilado entrevistador, un show que se emitía desde Los Ángeles, con público riendo a carcajadas en el estudio, y luego el show del discípulo aventajado de Carson, David Letterman, que le parecía absolutamente irreverente, impredecible y genial, y se propalaba desde Nueva York, en un teatro de la avenida Broadway. Barclays comprendió entonces que la televisión no tenía que ser acartonada y boba de solemnidad, como la que se hacía en su país de origen, el Perú, y soñó con hacer algún día un programa de entrevistas irreverentes, al estilo de Carson y Letterman. (Pudo cumplir ese sueño con dos programas: uno llamado “Qué hay de nuevo” y otro, “La noche es virgen”).
El tiempo que vivió en Madrid, tratando de escribir su primera novela, Barclays dormía en un apartamento en la avenida del Mediterráneo, escribía la novela en una biblioteca pública, en un cuaderno a mano, y daba largos paseos por el parque del Retiro, tratando de encontrar una voz literaria, un estilo, un registro personal, intransferible. A las tres en punto de la tarde, después de almorzar en un café cercano, encendía el televisor y veía las noticias en el telediario de Televisión Española. No había tarde que se las perdiera. Los fines de semana, se sentaba a una mesa de un restaurante en la plaza Mariano de Cavia para ver los partidos de la liga española. No podía verlos en casa. No estaba afiliado al canal de pago para verlos. Ciertas noches veía el programa de libros de Sánchez Dragó y escuchaba en la radio las entrevistas rarísimas y geniales de Jesús Quintero, “El loco de la colina”. No podía sospechar Barclays que, años después, con algunos libros publicados, sería entrevistado en la televisión de Madrid por Sánchez Dragó y en la de Sevilla por Jesús Quintero y que ambos serían sus amigos. Curiosamente, cuando veía las noticias a las tres de la tarde en Televisión Española, Barclays cumplía una ceremonia dulce: por cada mala noticia, comía una galleta María, de modo que, en media hora, se daba un atracón de galletas.
Los años que vivió en Washington, en el barrio noble y añoso de Georgetown, en la calle 35, a pocas cuadras de la universidad de los jesuitas, Barclays veía mucha televisión: no se perdía las noticias a las seis y media de la tarde, en ABC News, con Peter Jennings, y, al mismo tiempo, en Univisión, con Jorge Ramos, y al filo de la medianoche saltaba entre los programas humorísticos de David Letterman y Jay Leno. Según las noticias del día, le gustaba sintonizar el espacio de un veterano y prestigioso periodista, Ted Koppel, que en su “Nightline” daba cátedra de cómo hacer una entrevista inteligente, aguda y, a la vez, respetuosa de su interlocutor. Asimismo, los domingos a las siete en punto de la noche era cita obligada para Barclays ver el programa “60 Minutes”, de CBS News, entonces todavía dirigido por Mike Wallace, un programa de grandes reportajes, dos o tres piezas cada semana, que constituían clases magistrales, en vivo, sobre cómo hacer buen periodismo independiente. Cuando murió Peter Jennings, Barclays sintió que había perdido a un profesor; lo mismo le ocurrió cuando falleció Mike Wallace. Cuando Letterman se retiró, Barclays sintió que había perdido a un amigo de décadas al que aún ahora echa tanto de menos.
Ya luego vinieron los años de Miami, veinticinco años largos viviendo en Miami y Barclays sigue contándolos, con la intención de quedarse en aquella ciudad hasta el fin de los tiempos. Esos veinticinco años tuvo siempre una casa en Miami, en la isla de Key Biscayne, aunque se permitió las licencias o las aventuras excéntricas de vivir un año en un hotel de Bogotá, dos años en apartamentos cochambrosos de Buenos Aires, medio año en un hotel de Santiago de Chile y temporadas más o menos breves en Lima, la ciudad donde nació. En su casa de Miami seguía viendo las noticias a las seis y media de la tarde, en ABC News y en Univisión, y el mítico “60 Minutes” los domingos en la noche. En Bogotá veía los programas argentinos que llegaban por cable, sobre todo los de fútbol y política. En Buenos Aires veía todo el fútbol local e internacional que fuese posible, para comprobar que la liga argentina había perdido su grandeza y esplendor de antaño y se había hundido en una decadencia triste. En los ochentas, Barclays viajaba a Buenos Aires para comprar libros y ver partidos de fútbol en los principales estadios de la ciudad: ahora no asistía más a la cancha y sentía ganas de llorar por la crisis terminal del fútbol argentino. En el hotel de Santiago de Chile, una torre moderna con vistas al río y la montaña arbolada, Barclays se permitía la extravagante costumbre de follar con sus amantes chilenas, algunas muy fogosas, al tiempo que veía partidos de fútbol en la televisión, con el volumen cancelado, en silencio. Así vio muchos partidos de un mundial de fútbol que lo pilló viviendo en ese hotel chileno. Cuando estaba de paso por Lima, Barclays encendía el televisor y ponía los programas políticos o de chismes de la farándula para terminar doblándose de la risa por las pavadas y memeces que allí se decían. A veces fumaba marihuana y ponía la televisión peruana porque sabía que acabaría desternillándose de la risa: hubo un episodio particular, la visita de un Papa a Lima, que provocó una crisis de risas interminables en Barclays, quien no podía creer el rosario de tonterías solemnes que decían los locutores y reporteros, tan conmovidos por la visita del Sumo Pontífice que se largaban a pastelear al Clero y decir auténticas joyas del humorismo involuntario.
El televisor está apagado, lleva días apagado. La televisión lineal, a la antigua, que exhibe tales programas en tales horarios, no ha muerto, pero agoniza. Barclays la encenderá esta noche, no ya para ver las noticias, pues ahora se informa de las noticias en las páginas digitales de los principales periódicos en inglés y en español. Prenderá el aparato de televisión no para sintonizar canales de aire, como antes, sino para ver una película, una serie, un documental. Irónicamente, Barclays sigue haciendo televisión en un canal de aire, a las nueve de la noche, en Miami. Pero nunca deja grabando ni ve más tarde su programa y sabe que esa forma de hacer televisión tiene los días contados. Así como los teléfonos fijos de la casa, uno abajo, otro en el segundo piso, ya no suenan más y parecen piezas de un museo doméstico de otro siglo, los televisores, instalados en los dormitorios y en ciertas salas, están apagados, en negro, en silencio, como diciéndole a Barclays: más o menos pronto, tu vida, como la nuestra, se apagará también.
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