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Jaime Bayly: “El origen del frío en su corazón”

Jaime Bayly: “El origen del frío en su corazón”

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El escritor itinerante Barclays cumplirá cincuenta y ocho años este fin de semana. Los va a celebrar, o más exactamente conmemorar, porque ya son muchos años para festejarlos, en casa de su madre, en la ciudad en que nació. Sus deseos son simples, austeros: abrazar a su madre octogenaria, abrazar a su esposa y su hija menor, comer helados de lúcuma como si no hubiera mañana. También le gustaría abrazar a sus hijas mayores, pero ellas estarán lejos y con mucha suerte le enviarán un escueto correo electrónico.
Barclays se sorprende de tener tantos años. En su juventud, adicto a la marihuana y la cocaína, parecía improbable que llegase a esta edad avanzada. Pudo morir de una sobredosis de cocaína, pudo reventarse el corazón, no ocurrió. Años después, se hizo adicto a las pastillas para dormir, en particular a los hipnóticos. Tomaba diez o doce comprimidos a lo largo de toda una noche. Pudo morir de una sobredosis, quiso morir de una sobredosis, no ocurrió. Barclays ha citado a la muerte en varias ocasiones, pero esta no se ha presentado, lo ha eludido, le ha dado un plantón, suerte la suya.
¿Por qué Barclays se ha maltratado tanto, ha jugado tan imprudentemente con su estado de ánimo, ha convocado a las fuerzas del mal, ha tendido viciosas emboscadas a su salud? ¿Por qué, en suma, ha despreciado su vida, cuando a primera vista lo tenía todo? ¿Por qué ha pensado tantas noches que vivir era un oficio extenuante y morir un descanso merecido? La respuesta parece simple: Barclays aprendió a odiarse cuando era un niño, cuando su padre le pegaba y lo insultaba sin razón alguna. Desde entonces, ha vivido cojo como cojo era su padre, lisiado del alma como lisiado era su padre, sin amor propio como malvivió su padre. Es decir que Barclays aprendió precozmente a despreciar su propia vida: ese fue el origen del frío en su corazón.
Como la vida misma le parecía un despropósito, un viaje farragoso a ninguna parte, una comedia bufa, una farsa de malentendidos, Barclays se aferró a un hábito noble que acaso le salvó la vida: escapar de la áspera realidad, del frío mismo en su corazón, persiguiendo ficciones. De niño creyó a pie juntillas en las ficciones religiosas que le enseñó su madre, y fue gracias a ella un niño pío, devoto, casi un monaguillo. Desde luego, hizo la primera comunión. Pero en la adolescencia, turbado por el deseo erótico, dejó de creer en las ficciones religiosas y se negó a confirmarse en la religión católica en que había sido bautizado. Descreído de las ficciones religiosas, se refugió en otras ficciones que le parecían mejores, más creíbles, más verosímiles, más persuasivas, más hermosas, más ricas: las ficciones literarias, las ficciones artísticas. Primero fue un lector, después un escritor. Primero fue un cinéfilo, después un escritor. Primero fue un periodista lastrado por el peso plúmbeo de la verdad, después un escritor.
No es exagerado decir entonces que Barclays está cumpliendo cincuenta y ocho años gracias a que entregó apasionadamente su vida, toda su vida, su cabeza, su corazón, sus entrañas, sus vísceras, al acto de escribir a solas. Si no fuese un escritor, si no hubiese publicado quince novelas, a buen seguro estaría muerto: los libros que leyó y escribió probablemente le salvaron la vida, la ilusión de escribir un nuevo libro le dio sentido a su existencia, embelleciéndola, enriqueciéndola. No en vano Barclays estará presentando una novela en pocas semanas. No sabe si será un éxito o un fracaso, si tendrá muchos o pocos lectores, si la crítica será amable o impiadosa, pero la aparición casi milagrosa de aquella novela, titulada “Los genios”, publicada por la prestigiosa editorial española Galaxia Gutenberg en España y América, multiplica sus reservas de entusiasmo y lo recarga de una ilusión parecida a la que sintió cuando publicó su primera novela, hace treinta años.
De nada de esto hablará Barclays con su madre el día de su cumpleaños, porque ella no lee los libros de su hijo, no advierte o percibe la zona artística de su hijo, de modo que, ante su madre octogenaria, Barclays es un escritor clandestino, en el armario. ¿De qué hablarán Barclays y su madre ese domingo de verano en aquella ciudad en que ambos nacieron? Es seguro que ella hablará de política, de los venenosos asuntos de la política tribal, aldeana, y sus opiniones serán tremendas, atrabiliarias, apocalípticas: es una mujer de derechas religiosas, detesta a los charlatanes de la izquierda y su visión de la política está impregnada de una profunda aspiración a la pureza moral, a la virtud moral. Es seguro que, al mismo tiempo, Barclays tratará de evitar los tóxicos asuntos de la política, pero fracasará y acabará siendo arrastrado a ese fango, ese pantano. Porque lo que la señora Barclays quisiera es que su hijo fuese político, no escritor. Pero él resiste tercamente a esos cantos de sirena y piensa que, si un escritor se mete en la política profesional, ha fracasado, se ha rendido como artista, ha tirado la toalla en su búsqueda por la belleza perdurable. Porque en la política no encontrará nunca arte ni belleza, solo hallará ruindades y vilezas, miserias y abyecciones, felonías y traiciones. De la política siempre sales perdiendo, piensa.
A los cincuenta y ocho años, y rogándole a su hermana fallecida que lo proteja de los males peores, Barclays ya no encuentra razones para seguir citando a la muerte, para continuar saboteando su propia vida. Ahora es un hombre feliz, y no por estar gordo es menos feliz, y no por evitar los deportes es menos feliz, y no por tomar tres pastillas para la bipolaridad es menos feliz. Dicho de otra manera, Barclays es feliz porque está gordo, porque no hace deportes, porque toma tres pastillas para regular la bipolaridad. Pero principalmente es feliz porque está en el lugar que ha elegido con las personas que ha escogido. Ha llegado a la isla en el paraíso, o eso cree de veras, todos los días de su vida bendita. Ama a su esposa tanto más joven que él, ama a sus tres hijas, ama ver todos los días a su hija menor, ama su casa, su barrio, su rutina, ama la vida sosegada y predecible que lleva, ama las horas que dedica a escribir, ama echarse en la cama de madrugada y abrir una novela inacabada cuya lectura lo lleva de paseo, de viaje, sin salir de casa. Barclays ama entonces su vida porque le parece una vida ficticia, la vida de un personaje literario, un personaje que está siempre de vacaciones o viajando, un personaje que no le teme a la muerte, que la tiene bien presente, que cuando debe tomar una decisión importante, por ejemplo, si viaja o no viaja a pasar su cumpleaños con su madre, se pregunta qué debería hacer si este fuese el último año de su vida, y entonces la respuesta es simple: viaja, claro que viaja a abrazar a su madre y a comer helados de lúcuma.
Como es agnóstico, como considera que aceptar una duda y dejarla florecer es una señal de inteligencia y fortaleza, Barclays no descarta del todo que las plegarias de su madre, o las de su hermana fallecida que fue monja y fue poeta, le hayan salvado la vida de una sobredosis de cocaína o hipnóticos, no descarta que los dioses y los santos y los ángeles, si acaso existen, se hayan conjurado para extenderle un poco más la vida. No por eso reza ni es creyente, aunque sí habla con su hermana y la siente presente. Ahora Barclays no tiene apuro en irse, dar un portazo, dejar caer el telón. Tiene apuro, sí, en escribir más novelas, leer más libros, ver más películas, hacer más viajes con la familia. Tiene apuro en buscar la belleza en el arte, y no en el mundo del poder, del dinero, de la política. Tiene apuro en amar a su esposa como se aman los amantes en la isla del paraíso: no con palabras, con besos. Tiene apuro, ahora mismo, en viajar a Madrid y Barcelona para presentar la novela “Los genios”, que, presiente, es la más ambiciosa de su carrera.
Barclays observa con estupor que está cumpliendo cincuenta y ocho años, cuando solía decir, escritor maldito, artista incomprendido, que no llegaría a los cincuenta. Ahora le parece inverosímil, casi una indelicadeza, una grosería, que pudiese llegar a los ochenta años. Sería un regalo de los dioses llegar a los setenta, piensa, melancólico. Me quedan doce años para escribir tres novelas más, se promete a sí mismo. Con muchísima suerte, me quedan doce años de vida y quiero vivirlos con esta familia, en esta casa, en esta isla del paraíso, leyendo y escribiendo. Si me despiden de la televisión, si los próximos doce años no hago más un programa de televisión, encontraré la manera de que esa contrariedad me haga un mejor escritor y un hombre más feliz: tiene que ser posible, se dice Barclays, de pronto, quién lo diría, optimista, de pronto tibio el corazón.

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