Cuando anunciaron que el huracán Dorian se había fortalecido al punto de llegar a categoría 4, se dirigía viciosamente a las Bahamas y podía golpear las costas de la Florida a la altura de Palm Beach, no dudé en decirle a mi esposa Silvia que debíamos irnos de Miami cuanto antes.

Muchos años atrás, en 1992, me había quedado en Miami para enfrentar con curiosidad literaria y espíritu suicida al huracán Andrew, categoría 5, y la noche había sido una auténtica pesadilla, pues la virulencia de los vientos había roto las ventanas del edificio al pie del mar, revuelto el mobiliario del apartamento y, literalmente, hecho volar un colchón de dos plazas: nunca olvidaré aquella imagen, la de un colchón volando a las cuatro de la mañana, abducido por las fuerzas del huracán. Al día siguiente, la piscina del edificio estaba llena de peces vivos, inundada por las olas chúcaras del mar. Sin luz, sin agua, sin un colchón, mi novia y yo hacíamos el amor, sudorosos, tendidos en la alfombra, como si fuésemos a morir aquella noche.

Recordando todo aquello, le dije a Silvia que no debíamos subestimar al huracán. Las gasolineras estaban colapsadas, los supermercados y las ferreterías agotaban sus reservas de agua, comida en lata, paneles de madera y grupos electrógenos, nuestros vecinos manejaban a la costa occidental de la Florida. Tuvimos suerte de comprar boletos a Nueva York, saliendo esa misma tarde. Insólitamente, el avión despegó a tiempo. Tres horas después, estábamos en Nueva York.

Por lo visto, yo había olvidado que la ciudad de Nueva York, quiero decir la isla de Manhattan, es siempre un huracán, el ojo de un huracán, y nadie pasa por allí sin sufrir los estragos más o menos perniciosos de su poderosa energía, sus vientos díscolos e inasibles, del modo caprichoso como juega contigo, te despeina, te revuelve, y te deja aturdido y exhausto, como si hubieras estado horas dando vueltas en una gigantesca secadora de ropa, y salieras mareado, sin aliento. Eso mismo es Manhattan: un huracán que da vueltas sobre sí mismo y no se mueve, no se aleja, se instala allí y te hace girar frenéticamente, como un tiovivo de terror. Debí recordarlo, pero lo había olvidado.

Porque, puesto a recordar, Nueva York siempre me había dejado contuso, malherido. Cuando era reportero de televisión, me había peleado con un presidente rencoroso que no quería darme una entrevista, y sus custodios me habían alejado a empellones. En ese viaje, un chico lindo me había pedido dormir en mi cama, pero yo, cobardemente, me había negado: tenía miedo de que mis jefes del canal, que habían viajado conmigo, descubriesen que estaba durmiendo con un amigo. Cuando regresé con mi novia Daniela, perdí mi pasaporte. Cuando volví para ver a un amigo, Jeffrey, al que había conocido en Austin, la primera noche que pasamos juntos fue tan violenta y deliciosa, tan huracanada, que, a la mañana siguiente, cuando se fue a trabajar, hice maletas y escapé al aeropuerto, huyendo de una pasión que me daba miedo. Perdí dos pasaportes más en Nueva York, no sé qué tiene esa ciudad que me roba los pasaportes. Es decir que en Nueva York había perdido muchas veces los documentos y el honor, y siempre el sosiego.

¿Por qué regresábamos entonces, si allí nos esperaba otro huracán, con toda probabilidad? Porque mis hijas Camila y Paola viven en esa ciudad, y no las veía hacía meses. Ellas estudiaron en universidades de Nueva York. Camila está estudiando una segunda carrera. Paola trabaja en una empresa de tecnología. No viven juntas. Camila vive con amigas, Paola vive sola. Pero viven en el mismo barrio y se ven a menudo. Yo les había transferido el dinero que les regalo cada semestre, estaba al día con ellas. Mi esposa sugirió que no llevase cheques para no sucumbir a la tentación de regalarles más dinero, pero llevé dos cheques en blanco, por las dudas.

Tan pronto como llegamos al hotel, les escribí a mis hijas, invitándolas a cenar esa noche. Camila dijo que prefería vernos al día siguiente. Paola confirmó que vendría a vernos. De inmediato, Camila se sumó al plan. Nuestra hija Zoe se quedó descansando con su nana Tamara en la habitación. La cena en el francés del hotel fue apenas regular, tirando a mala. Camila nos contó sus planes. Está estudiando una segunda carrera, cuatro años más, una campeona. Paola contó las peripecias que sufrió en un reciente viaje a Mallorca e Ibiza: la presión del vuelo le reventó un diente y luego, ya en la playa, le salió una muela del juicio, o sea que fue un viaje acontecido, adolorido. Saliendo de cenar, le prometí que le pagaría los dentistas.

La noche siguiente cenamos en el hotel Carlyle, y Zoe y Tamara nos acompañaron. Silvia les regaló a mis hijas unas cosas lindas. Camila mencionó que necesitaba un colchón nuevo. Le dije que yo se lo regalaría. Paola dijo que pasaría el Año Nuevo con su novio en el Caribe. Silvia y yo pedimos el caviar y el lenguado. En la carta, el lenguado aparece como Dover Sole. Curiosamente, Silvia pidió “el dove”. Quiso decir “el sole”, pero dijo “el dove”. Nadie se rio. Pero “dove” en inglés es paloma. Yo supe que mis hijas estaban riéndose por dentro y lo comentarían luego en el Uber: ¿viste que Silvia pidió paloma?

Por eso, la noche siguiente, de nuevo en el Carlyle, les dije que Silvia y yo nos sentíamos abochornados por haber pedido paloma y no lenguado, más aún con la fama de comedores de paloma que tenemos los peruanos. Ellas se rieron a pierna suelta. Al final, les entregué una bolsa con regalos: perfumes, chocolates y dos cheques por la misma cantidad. Siempre que les regalo dinero, me pregunto cuánto debo darles, no es fácil precisar el monto justo. Sabía que les debía los dentistas a Paola y el colchón a Camila, pero ¿cuánto podía ser eso, exactamente? Arriesgué una cantidad, la misma para ambas. Al despedirnos, nos abrazamos y les recordé que me dijesen las fechas de sus viajes a Lima por Navidades y al Caribe por Año Nuevo para sacarles los boletos.

Llegué al hotel y esperé a que me escribieran, agradeciéndome. No ocurrió. Les escribí, agradeciéndoles por cenar con nosotros. No tuve respuesta. Al día siguiente les escribí del aeropuerto, del avión, llegando a casa. Tampoco tuve respuesta. De inmediato me asaltó la duda: ¿estaban molestas o decepcionadas porque esperaban más dinero? La duda me atormentaba, pero ya nada podía hacer. Les volví a escribir, preguntándoles si necesitaban más dinero para los dentistas y el colchón. No tuve respuesta. Ha pasado una semana y todavía no me escriben. Me siento fatal. Quizás están contentas con los cheques, les di el dinero justo, pero no me escriben porque ya nos vieron y ahora están ocupadas en sus cosas. O tal vez están mortificadas porque piensan que el monto que elegí era demasiado acotado, una mezquindad que no merecían. He mirado precios de los colchones más caros y la plata que le di a Camila alcanzaría para el mejor. No sé cuánto gastó Paola en los dentistas en Mallorca e Ibiza, debió de ser una fortuna. Debí darles el doble. Creo que les mandaré más dinero. No quiero que piensen que ahorro a expensas de ellas.

De regreso en la isla donde vivimos, el huracán Dorian se desvió tan lejos que por fortuna no provocó la caída de una sola hoja. Sin embargo, el huracán Camila y el ciclón Paola me han dejado tembloroso como una palmera hamacándose en medio de una tormenta tropical. ¿Qué es, después de todo, la paternidad, si no el viento poderoso que soplan los hijos para derribar a sus padres y afirmar su identidad?

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