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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttps://goo.gl/jeHNR

Nicolás Lúcar, Silvia y yo estábamos comiendo en un restaurante que había elegido Nicolás. Comimos rico, Nicolás invitó, fue muy caballeroso. Al salir, le dije: Admiro que hayas sido capaz de reinventarte en televisión. Me miró con desconfianza. Creyó que estaba siendo cínico. Pero se lo dije con franqueza. Le dije: Yo sé que te peleaste con tu suegro Crousillat. Yo estuve allí. Yo vi la pelea. Yo fui una tarde a las oficinas de los Crousillat en el centro de Miraflores (qué cantidad de guardaespaldas tenían) y te vi sentado allí, resignado, con cara de circunstancias, esperando a que te recibieran tu suegro y tu cuñado. Estuvieron conmigo más de una hora. Les dije que no debían apoyar la candidatura de Fujimori el 2000, que lo inteligente era que Fujimori postulase al Congreso y Tudela fuese el candidato presidencial. Se rieron, no me hicieron caso, me dijeron que lo que yo proponía "no era viable", que ellos apoyarían a Fujimori en cualquier caso, punto. Les pedí que te recibieran. Me dijeron que no. Se ofuscaron. Uno de los dos dijo: Ese huevón nos ha traicionado. Fui testigo de que estaban molestos contigo y no querían que volvieras a la televisión porque no confiaban en ti.

Afuera, en la calle, esperando un taxi porque Nicolás no podía llevarnos de regreso a casa, le dije: No admiro tus años en el canal 4 en los noventas. Admiro lo que has hecho estos últimos años. Caíste muy bajo y no te rendiste y poco a poco, primero en el 4 con tus cuñadas, luego en el 9 compitiendo ferozmente conmigo y llamando al gerente del 2 a quejarte y lloriquear porque a veces te ganaba, ahora en el 2, lograste levantarte y volver a tu día y tu horario, domingos ocho de la noche. Tiene mucho mérito que te hayas levantado y ahora estés arriba. Te respeto por eso, Nicolás. Tiene mérito lo tuyo.

–Un taxi –anunció Silvia.

Un carrito viejo se detuvo. Lo manejaba un muchacho con aire de malandrín. Nos despedimos de Nicolás con un abrazo. Me preguntó si iba a ser candidato. No lo sé, no lo creo, lo veo difícil, le dije, y subimos al taxi.

El conductor era un muchacho atractivo: el pelo negro, los ojos turbios, las cejas pobladas, la cara tensa, sospechosamente tensa, pero, a mis ojos, tentadora, insólita para un taxista de Lima. Estamos con suerte, pensé. Estaba por comenzar un partido de fútbol. Teníamos prisa por llegar a casa y verlo. Silvia era más fanática del fútbol que yo, no quería perdérselo por nada, le dijo al taxista que se apurase.

Pero el taxista manejaba lento y de pronto abrió la guantera y sacó una pistola y la dirigió hacia mí y dijo:

–Necesito plata. Necesito que me ayuden. Vamos a un cajero automático.

Yo no me asusté porque un chico guapo con una pistola, encañonándome, me pareció una imagen preciosa, levemente erótica. Cómo extrañaba esto, que un hombre me desease aunque solo fuera por dinero, pensé. Y estuve muy tranquilo, aplomado, sin asustarme. Le dije no me apuntes, tranquilo, te vamos a dar plata, deja el arma, confía en mí. No dejó de apuntarme. Insistió en ir a un cajero. Le expliqué que no podía sacar plata en Lima, que toda mi plata estaba fuera del Perú, en cuentas escondidas en las Islas Vírgenes Británicas, Tortola, como me enseñó el gran tío Bobby.

–Vamos a mi casa, allí te daremos la plata, pero maneja más rápido porque va a comenzar el partido –le dije.

Entendió. Me miró con un rastro de afecto. Confió en mí. Pero ahora Silvia manejaba y él y yo (yo no sabía su nombre y veía sus labios y pensaba que podía ser saludable besarlo) estábamos atrás, él con la pistola, jugando con la pistola, apuntándome innecesariamente. A mí los hombres pistoleros, que me apuntan, no me intimidan, me atraen, le dije con una sonrisa y él se cohibió y no guardó la pistola pero dejó de apuntarme.

Llegando a la casa, al bajar, pasó un auto con tres o cuatro señores con aire de ejecutivos importantes, un auto de lujo, señores cincuentones con pinta de coqueros borrachosos. Se detuvieron y el que manejaba le dijo a mi amigo el secuestrador:

–¿Qué carajo haces aquí? ¿Por qué no estás en la universidad? ¿Y qué haces con el maricón de Baylys?

–Señor, por favor, modere su lenguaje, más respeto –intervine, con aire de candidato.

–Ya voy a la universidad, papá –dijo, sumiso, el taxista ladrón.

Yo lo quise más. Pensé: tienes un papá crápula, abusivo, homofóbico, ahora entiendo todo. El auto se alejó, menos mal. Le dije: espéranos acá, ya salgo con la plata.

–Si no sales, entro y te mato –me amenazó, pero no le creí, me enterneció, y se lo dije:

–No digas tonterías. Espera tranquilo. Me caes bien. Ya salgo con lo tuyo.

Entramos, Silvia se despreocupó del asunto y se sentó a ver el partido, jugaba la selección peruana, la amé por eso. Yo saqué dos mil dólares, salí y se los entregué discretamente al chico cuyo nombre no sabía.

–¿Está bien así? –le pregunté.

–Sí, perfecto, gracias –dijo él.

Yo lo trataba con cariño porque realmente le había tomado cariño (es muy fácil querer a alguien que te gusta, no tiene mérito).

–¿Por qué no vienes mañana por la tarde y nos esperas en esta esquina y salimos a dar una vuelta y te doy más plata? –le propuse.

–Perfecto, mañana, ¿a qué hora? –sonrió.

–Tres de la tarde, la hora en que despertamos –le dije.

Se fue contento. Volví a la casa y me senté a ver el partido. Silvia me miró con amor, con ternura. Me dijo con la mirada: qué putito eres, te amo por eso, porque me coges como un machito como nadie me ha sabido coger así de bien, pero cuando se te aparece un chico lindo te sale el putito. Todo bien, mi amor. Yo te amo así, machito y putito.

Al día siguiente salimos por la tarde con la plata para el taxista ladrón. Estaba esperándonos con una chica linda. La chica linda quería levantárselo. Pero él no quería irse con ella. Le pedía que se fuera, le decía que tenía que salir con nosotros.

–¿Tú eres amigo de Baylys? –se sorprendió la chica, que era muy flaca, muy refinada, seguramente loquita de las fiestas electrónicas y el éxtasis y el agua en botella.

–Sí –dijo mi amigo el secuestrador.

Salimos los tres. Silvia manejaba. Lima me parecía más moderna, más ordenada. Estábamos en Miraflores, cerca de la huaca Juliana, cerca de la casa de mi madre. Silvia se perdía. Yo le pasaba la plata a mi amigo en el asiento de atrás. Estaba muy guapo. Lo deseaba mal. Propuse ir a la casa a tomar algo. Pero Silvia se perdía, no sabía cómo volver a la casa, la amé por eso, tú siempre estás perdida, le dije, y le avisé en qué calle debía doblar.

Llegamos a la casa. Poco después estábamos en la cama. Me quité la ropa y me eché, muy pasiva guatona, era la fama que tenía. Mi amigo el ladrón se echó a mi lado y me miró con ganas. Silvia miraba todo con gran fascinación. Mi amigo empezó a tocarme suavemente el pecho, las tetillas (cómo sabes que es allí donde debes tocarme, cabrón) y luego las piernas. Y yo temblaba, me deshacía, y a la vez pensaba: No seas tan putito, no te entregues así, que no se te ponga dura, que no se te ponga dura. Y Silvia me miraba con cara cómplice pero como diciéndome: Casi mejor si no se te pone dura, amor.

Yo traté realmente de que no se me pusiera dura. Pero el chico era muy guapo y, fue inevitable, algo superior a mí, se me puso dura, y él comenzó a tocarme allí, a friccionarme, a llevarme al territorio de los putos perdidos que tanto extrañaba. Silvia me miró y me dijo: todo bien, yo sabía que esto iba a pasar, disfrútalo, bebé, a mí me encanta mirarte así. Y yo cerré los ojos, me abandoné al deseo y le dije al taxista ladrón del que me había enamorado:

–Hazme lo que quieras, huevón.