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Estos también son nuestros muertos
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“¡Carlos… Caaarlos… hijo mío… Carliiiitos!”. El ataque senderista a la calle Tarata fue tan horrible como todos los demás. Pero de este hay video: edificios desplomándose por kilos de anfo y dinamita, incendios, gente ensangrentada bajando escaleras como podía, mutilados, muertos. Entre las voces clamando ayuda conmueve la de una figura sorteando escombros que, desconcertada, mira a un enorme vacío humeante allí donde antes había departamentos. Es el hombre que llama a su hijo Carlos. Sin esperanza su voz rompe el alma. No llora, no gime, le empieza a nacer dolor profundo. ¿Cuántos murieron en el conflicto con los terroristas? Unos 70 mil, según la Comisión de la Verdad, muchos más que todos los muertos en todas las guerras del Perú independiente. Se repite fácil y se olvida pronto. Pero cada uno de esos muertos causó un dolor incomparable a alguien. Por eso a los muertos se les respeta. No habría que contarlos como se cuenta a los vivos, sino de a uno, por su nombre, recordando sus señas.
Sin embargo, a pesar de que estamos en paz, no acaba la muerte absurda. Esta semana nos enteramos de que 60 bebés murieron en hospitales regionales, que son 1,200 los muertos en lo que va del año, el 7% del total de bebés prematuros. Son cifras que indignan porque no es explicable que, en pleno siglo XXI, los bebés mueran por falta de incubadoras en hospitales que no han invertido ni la mitad del presupuesto; que no sobrevivan porque sus madres pobres sufren de anemia y no pueden nutrirlos bien mientras los gestan; que pudieron nacer después si sus madres adolescentes hubiesen recibido educación sexual a tiempo o no hubiesen sido violadas; que siguen muriendo porque aquí nos entretiene más buscar culpables que soluciones.
La estadística oculta el dolor que sufre cada padre y cada madre. Dolor inmenso porque estamos preparados para enterrar a los padres, pero no a los hijos. Dicen que el dolor por la muerte de un hijo nunca se va, que el duelo pasa, pero que la alegría no regresa. Ese dolor, si cabe, es mucho mayor cuando la muerte es por negligencia como la de cada uno de esos bebés.
Ser compasivos ahora es sentir solidariamente ese dolor y entender que esos bebés muertos también son nuestros. Más que rabia, esas muertes nos debieran mover para conciliar y exigir un plan de emergencia. A ver si, en medio de tanta desgracia, aún somos capaces de privilegiar un servicio público tan elemental como el de salud.
Otrosí: Carlitos no murió, fue rescatado. Siempre hay una buena noticia.
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