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Game Over
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Hacia los treinta y pocos, una vez, como me lo dijo uno de muchos, ya pasada esa parte de la curva en la que eres chupe, ganas unos soles y la pasas encerrado o dando vueltas, haciendo tareas rudas para que los canosos sellen el contrato, saquen el proyecto y salgan en la foto, se viene un túnel de angustia.
Agarras cancha, dominas lo tuyo, tienes más plata en el bolsillo, un nombre más bonito para tu puesto y te encuentras en el umbral de una puerta al otro lado de la cual comienzas a ver a muchos de tus pares casándose, algunos con hijos. El letrero, enorme, luminoso, dice “normalización” y cada vez hay más que se rascan la cabeza y se preguntan cuál es la gracia de pensar en qué colegio van a poner a sus niños, en horarios inflexibles, en fines de semana programados y pautados, en comenzar a acumular los signos exteriores de la adultez definitiva.
Otro, como si hubiera escuchado al primero, afirma: “Justo cuando te provoca decir ‘tengo el poder’, sientes que con un par de decisiones estás a punto de perderlo. Para mí, suena más a final de juego”.
Y es que, contrariamente a hace algunos años, en que la cuesta arriba en lo profesional coincidía con la conformación de la familia, hoy se han disociado, por lo menos para una parte de la sociedad.
Entonces, muchos adultos jóvenes que han llegado a una meta donde van a combinar saber, poder y placer en todas las tentadoras variantes que ofrece el mercado, sienten que deben embarcarse en un programa lleno de obligaciones y renuncias. Muchos lo hacen con fe y optimismo, además de algo de resignación porque saben lo que se pierden. Otros, cada vez más numerosos, dudan.
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