(Midjourney/Perú21)
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Iván Travalian tuvo cinco hijos, pero solo Igor era suyo. Los otros cuatro los trajo su esposa Gloria de relaciones anteriores: Bonnie y Debbie eran de un padre, Spike de otro y Geraldo de otro. Gloria era preciosa y dulce, pero no estaba para criar hijos, le apasionaba pintar. Esta suma de hijos de padres diferentes pudo ser un desastre; sin embargo, formaban una familia linda porque Iván se hacía querer como padre verdadero. Hasta que llegaron las fatalidades. Gloria se va con el amante siguiente y, en su ausencia, los chicos deben regresar con sus padres biológicos. Al mismo tiempo, Iván dirige una obra de teatro, pero los productores exigen cambios para hacerla más comercial. Con tanto desbarajuste, Iván termina con angustias y confundiendo los personajes, como Pedro Camacho en las radionovelas de La Tía Julia y el escribidor de Mario Vargas Llosa. Un buen día, los chicos regresan con Iván, huyendo de sus casas y de sus padres biológicos, que solo los retenían para tener derecho a cobrar bonos de asistencia social. El amor por los chicos fuerza un cambio, Iván se sobrepone, logra que la obra sea un éxito y gana lo necesario para pagar la educación de sus hijos. El final es feliz. Se clasifica como comedia, pero es un drama que el cariño endulza. Pasó en el cine, se llamó Qué buena madre era mi padre. Al Pacino fue nominado a un Globo de Oro a mejor actor.

Como toda estación de tren, la de Victoria en Londres también es un centro comercial. Entre el quiosco de revistas y el de relojes hay una puerta de dos hojas en rojo brillante y con manijas de bronce, típica de un bar inglés. Está cerrado a estas horas de la mañana. Sobre los escalones de piedra de la entrada se desparrama un hombre joven. Viste mameluco de obrero, sería de alguna de las fábricas que había cerca de la ciudad, porque de esto hace 40 años. En una de las manos sujeta una bolsa de papel Kraft marrón, de las que te daban en las tiendas de abarrotes, que oculta mal una botella de licor. Está desaliñado y con el pelo desordenado, pero tranquilo, no molesta a nadie, hipa de tanto en tanto. Vino un policía a pedirle que se retire. Mientras se va, se le escucha en voz muy baja que lo han echado del trabajo, que no tiene qué llevar a sus hijos. Tiene los ojos rojos, ha llorado en silencio. No sé si se deprimió y terminó mal o si se repuso y salió adelante. Pasó en la vida real.

En la historia de los padres, el final importa poco, porque la epopeya es el viaje mismo, el que empezamos cuando los hijos llegan. Es un viaje en el que siempre seremos inexpertos, porque somos padres de hijos que cambian de edad todos los días y tenemos que ensayar respuestas con lo que se sabe y se tiene. Durante el viaje vamos aprendiendo que la risa alivia todo; que se puede besar con la mirada; que los cuentos antes de dormir calman miedos; que hay que repetirlos para descubrir que siempre hay un después; que el mejor remedio para los males es la colita de rana que, si no sana hoy, sanará mañana; que hay estudios y trabajos, pero que los juegos enseñan más; que el himno de Padre e Hijo nos lo hizo Cat Stevens; que una mañana cualquiera salimos juntos a conocer el hielo; que otra, agarrados de la mano, nos metimos bajo la ola en el mar para no ser arrastrados; que había que caerse para aprender a manejar la bicicleta; que nos empezaron a gustar las mismas músicas y lecturas, y luego las mismas comidas y vinos; que invitamos a un poco de frío y a un poco de hambre para ser mejores; que había que guardar sueños para aquellas noches sin dormir; y que, para seguir juntos, tenían que irse. Con el tiempo, los hijos nos bajan del pedestal en el que nos tuvieron en la infancia, mientras pelean sus propias batallas construyendo sus propios barcos para cuando les toque viajar. Cuando llegan a adultos, cosechamos en abrazos las caricias que dimos. Cuando llegan los nietos, la cosecha se multiplica, hasta el infinito. Como en el poema “Ítaca” de Cavafis, habrá que pedir que el viaje sea largo, colmado de aventuras, colmado de experiencias, sin temor a los cíclopes, que lleguemos a puertos nunca vistos. Que no dé tristeza saber que un día se llegará a destino, porque si el viaje ha sido como está siendo, habrá valido la pena. Gracias, chicos.

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