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El circo romano
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Los fabricantes de velas, preocupados por sus bajas ventas, presentan un proyecto de ley que es entusiastamente acogido en el Congreso. “Hay que dar una ley que ordene tapiar ventanas y tragaluces de las casas”, sentencia un conocido congresista. “Así combatimos la nefasta y desleal competencia que la luz del sol le hace a la industria nacional”.
Basada en una sátira de Frédéric Bastiat escrita en el siglo XIX, la historia no es tan irreal como parece. Los grupos de interés consiguen que se den leyes que nos roban nuestro derecho a elegir.
En España se prohibió a los abogados tener oficinas con puerta a la calle. Los estudios de abogados tenían que contratar locales dentro de edificios. Se dijo que la “dignidad de la profesión” no podía admitir que los abogados atendieran como tenderos. La realidad era que las oficinas de abogados establecidos no querían enfrentar la competencia de pequeños estudios y abogados independientes que entraban al mercado alquilando tiendas que convertían en oficinas.
Las regulaciones suelen ser bienvenidas por quienes no entienden sus implicancias. Toda regulación significa un costo que no es solo el costo de implementar la regulación misma (gasto público necesario para ponerla en vigencia). También genera costos a los particulares: costos de entrada de nuevas empresas al mercado y costos a los consumidores que, por menos competencia, ven aumentos en los precios.
Mientras tanto, congresistas y funcionarios nos mienten impunemente justificando sus proyectos de ley y regulaciones en frases genéricas y vacías como “esta ley trae muchos beneficios y no irroga gasto público”. Y mienten porque no identifican qué beneficios traen las medidas, sí irrogan gasto público, y no dicen nada sobre los costos que generan al resto de la sociedad.
A veces nos mienten por ignorancia, simplemente porque no entienden (la verdad, pedirles entendimiento de algo es mucho pedir). Pero muchas veces son mentiras intencionales. Ciertas industrias y empresas consiguen que congresistas, funcionarios y hasta presidentes creen barreras para proteger sus negocios. Sea por tráfico de influencias, corrupción o relaciones, engrosan los bolsillos de empresarios a costa de adelgazar los bolsillos de los consumidores. Incrementan, además, la informalidad que nos ha pasado la factura en la pandemia, mostrando que esas regulaciones terminan aplicándose solo a un grupo reducido de empresas formales.
Hoy, Congreso, Ejecutivo y municipalidades nos llenan de regulaciones populistas y desquiciadas: controles de precios, destrucción de reglas de juego, suspensión o modificación ilegal de contratos, etc. Todas ellas se dan en nombre de los consumidores. Pero en realidad generan costos que serán, en última instancia, asumidos por esos mismos consumidores.
Mientras tanto, la nueva inversión, nacional y extranjera, se ve desalentada. Nuevos emprendimientos se hacen más difíciles, y las empresas establecidas aprovecharán esa circunstancia para consolidar un mayor poder de mercado. Quienes ya están podrán enfrentar esos costos absurdos de mejor manera, y hasta los festejarán como el gran favor que el Estado les hace a sus negocios. Y los perjudicados aplaudirán en redes las nuevas medidas sin siquiera advertir que son ellos mismos quienes pagan los platos rotos.
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