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El abrazo ilegal
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En vísperas de que su madre Dorita cumpliese ochenta años, Barclays le preguntó:
-¿Qué quieres que te regale?
Al otro extremo de la línea telefónica, Dorita no vaciló en responder:
-Un abrazo.
Barclays se encontraba en Miami, donde vivía hacía veinticinco años.
-Me encantaría darte un abrazo -dijo-. Pero no puedo. Es imposible. Los aeropuertos están cerrados. No puedo volar a Lima.
En tono risueño, Dorita le dijo:
-No hay imposibles, sino incapaces.
Barclays sabía bien que su madre era terca e indomable.
-Haré todo lo posible para darte un abrazo -prometió.
Ilusionado con abrazar a Dorita, Barclays llamó a Gary, un amigo, piloto de Jet Blue. Se habían conocido en un vuelo entre Medellín y Miami. Barclays le dijo:
-Mi madre cumple ochenta años. Está en Lima. Quiero ir a darle un abrazo. ¿Puedes ayudarme?
Gary era amable, diligente y eficaz. En pocos días, consiguió un jet Astra/Gulfstream, con veintitantos años de uso, que le prestaría un amigo suyo, un empresario venezolano.
-Mi amigo nos presta su avioncito -le dijo a Barclays-. Solo tienes que pagar el combustible. Y, si quieres, le pagas algo simbólico.
Gary explicó que el avión no podía volar directamente desde Fort Lauderdale hasta Lima. Había que hacer escala en Panamá para aprovisionarse de combustible.
-¿Viajarías con tu familia? -preguntó Gary.
-No lo sé -dijo Barclays.
Pero, en realidad, sí lo sabía, o lo sospechaba poderosamente. Conociendo a su esposa, sabía que era harto improbable que ella subiera al avioncito. En efecto, ella dijo que de ninguna manera viajaría. Pero él no abortó el plan.
-Viajaremos solos -le dijo a Gary.
Gary le contó a Barclays el plan de vuelo: tres horas y media hasta Panamá, una hora abasteciendo de combustible al jet, y cuatro horas más hasta el Perú.
-No aconsejo aterrizar en Lima -le dijo-. Es un riesgo muy alto. El aeropuerto está cerrado. Nos caerá encima la policía y será un escándalo del carajo.
-¿Qué sugieres? -preguntó Barclays-. ¿Dónde es seguro aterrizar?
Gary respondió:
-En ninguna parte es seguro. Pero conozco un aeropuerto medio clandestino cerca de Máncora. Yo te aconsejo que aterricemos allí.
Ahora el problema era cómo llevar a Dorita desde Lima hasta Máncora. En auto era un viaje larguísimo, extenuante. Los vuelos estaban cancelados. Barclays tuvo entonces una idea: llamó a un amigo, Javier Alzamora, dueño de un banco, propietario de un helicóptero Bell 505, y le preguntó:
-¿Puedo alquilar tu helicóptero para que lleve a mi madre a Máncora?
Como Alzamora, un hombre brillante y generoso, conocía a Dorita desde niño, y la visitaba en su casa de Miraflores, y la asesoraba en ciertas inversiones, no dudó en decirle a Barclays:
-Solo tienes que pagar el combustible y el piloto.
La esposa de Barclays estaba más nerviosa que furiosa cuando este se despidió de ella:
-¡Cómo puedes ser tan loco de subirte al avión de un venezolano que ni siquiera conoces! -le dijo-. ¿Y si es chavista? ¿Y si le hacen algo al avión para que se caiga?
-Todo va a salir bien -dijo Barclays.
Llevaba dos bolsos con ropa, libros y un reloj que había comprado para Dorita. También llevaba veinte porros de marihuana. Además, doce botellas de whisky y una caja de corcho blanco con hielo.
Cuando despegaron de Fort Lauderdale, eran pasadas las seis de la tarde. Bebieron whisky con hielo. Gary no quiso fumar. El avioncito tenía dos asientos en la cabina, cuatro para pasajeros y un baño minúsculo. Barclays fumó en el asiento del copiloto. Las tres horas y media hasta Panamá fueron tranquilas. Llegaron de noche al aeropuerto ejecutivo. No estaban borrachos, pero tampoco sobrios. Se encontraban achispados, risueños. Comieron algo al paso, mientras abastecían de combustible al jet. Luego despegaron. Siguieron bebiendo whisky. No estaban borrachos, aunque tal vez lo parecían. El avioncito se sacudió, crujió y dio brincos como si fuera un papelucho arrugado en medio de un huracán. Gary no tenía miedo. Revirado por los porros y el whisky, Barclays se sentía en una película de Scorsese, la del lobo de Wall Street.
¿Cómo diablos pudo Gary evitar que el avioncito cayera? ¿Cómo ubicó, en el impenetrable espesor de la noche, la pista clandestina de Máncora, guiándose tan solo por los instrumentos de navegación y las luces de los autos, buses y camiones? ¿Cómo pudo aterrizar dando tumbos, casi saliéndose de la pista e invadiendo una carretera? Barclays quedó alucinado por la pericia de su amigo.
-Eres el puto amo -le dijo.
Un amigo de Barclays, Isaac Williamsburg, pintor, que vivía en Máncora todo el año, los llevó a su casa frente al mar.
Al día siguiente, Dorita tenía que dirigirse al banco de Alzamora, subir por el ascensor hasta el helipuerto y abordar el helicóptero a las diez de la mañana. Pero ese día, miércoles, las mujeres estaban prohibidas de salir a la calle. Rebelde, ingobernable, Dorita le pidió a su chofer que la llevase al banco.
-No podemos salir -dijo él.
-Sí podemos -dijo ella-. No hay imposibles, sino incapaces.
Asustado, el chofer condujo a la torre bancaria. Lo detuvo la policía. Al inspeccionar el auto, hallaron a Dorita, tendida en el asiento trasero. Ella se incorporó, salió presurosa, improvisó una tos virulenta y le dijo al policía:
-Tengo coronavirus, hijito. Voy a internarme en la clínica.
Volvió a toser. El policía retrocedió, espantado.
Tras superar el incidente, Dorita abordó el helicóptero a la hora señalada. Se puso a rezar y no tardó en quedarse dormida. El piloto le envidió el sueño. Horas después, aún de día, aterrizó en Máncora.
Con lentes oscuros, sombrero panamá, guantes blancos y el rostro lubricado por las mejores cremas, Dorita bajó del helicóptero, se agachó levemente, sujetó el sombrero con el donaire de una estrella de cine y apuró el paso. Barclays, su hijo mayor, la oveja negra de la familia, corrió a abrazarla. Se dieron un abrazo largo, riendo como cómplices de una fantástica travesura o fechoría. Luego subieron a la camioneta del pintor y Barclays condujo hasta la casa frente al mar.
Al día siguiente, Dorita cumplió ochenta años. Barclays le llevó el desayuno a la cama, le dio el reloj de regalo, le hizo masajes en la espalda y los pies, la cubrió de protector solar, la llevó a la playa y se bañaron en el mar durante horas. A escondidas de su madre, Barclays siguió fumando porros. De noche, el pintor cocinó un pescado con vegetales. Después de la cena, Dorita sorprendió a su hijo:
-¿Me darías de probar esa hierbita que estás fumando?
Barclays soltó una risa nerviosa.
-Yo me aplico aceite de marihuana en la piel -dijo Dorita-. Así que fumar un poquito, por mis ochenta años, no me vendrá mal.
Fue la primera vez en su larga y novelesca vida que Dorita Lerner viuda de Barclays fumó marihuana, de la mano de su hijo disoluto. Poco después, ambos estaban en la piscina, riendo a carcajadas, celebrando sus travesuras o fechorías. Ya Barclays había enviado un mensaje a sus hermanos, diciéndoles que estaba con su madre en Máncora, a buen recaudo. Dorita y su hijo habían prevalecido. El abrazo ilegal había sido dado. La vida, tomando atajos, burlando a los burócratas, le había ganado la partida a la muerte.
Al día siguiente, Dorita aún parecía elevada por la marihuana. Habían acordado que despegarían a las tres de la tarde. Llegando a la pista, Barclays abrazó a su madre y se despidió de ella, procurando no deshacerse en lágrimas. Dorita caminó al helicóptero y de pronto se detuvo. Volvió tras sus pasos, con una sonrisa invicta, y le anunció a su hijo:
-Nos vamos a Miami.
Media hora después, la avioneta había despegado: Gary la piloteaba, y Barclays y su madre, arrellanados en los asientos de pasajeros, rezaban el rosario. No tardaron en quedarse dormidos.
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