(Foto: Congreso)
(Foto: Congreso)

La situación del presidente del Congreso, Alejandro Soto, se está tornando insostenible. Las instituciones llamadas a controlar, denunciar e investigar, como la Contraloría General de la República, la Procuraduría General del Estado y la Fiscalía ya pusieron en marcha sus mecanismos para indagar posibles faltas graves cometidas por el apepista que incluso tendrían alcance penal.

Es decir, no estaríamos hablando solo de cuestionamientos de carácter ético, que sobran a estas alturas de su breve gestión sino de actos dolosos como haber dispuesto de dineros de sus trabajadores en beneficio personal –campañas publicitarias en redes sociales, por ejemplo– y haber contratado en su despacho a la hermana de su entonces pareja sentimental.

Acusaciones que, de comprobarse, lo descalificarían totalmente para el alto cargo que se encuentra desempeñando. Un presidente del Congreso involucrado en delitos de esta naturaleza sería lo último que le faltaría a la institución de la Plaza Bolívar –y por supuesto a la imagen de la democracia peruana– para terminar de caer en el más completo descrédito, en beneficio, para empezar, de las fuerzas oscuras del extremismo.

Ello, porque en lugar del resobado facilismo de echarle toda la culpa de sus males a la prensa independiente, debería evaluar su situación y la manera en que está arrastrando al Congreso hacia un desprestigio que incluso debilita la institucionalidad del país, de por sí ya bastante erosionada con el comportamiento y las medidas que el propio Poder Legislativo ha venido promoviendo desde su instalación.

No es necesario volver a describir el rosario de ‘mochasueldos’, contrarreformas o lobbies que operan con la más descarada impunidad en este Parlamento, para explicar la gravedad de que en el hemiciclo se pasen por agüita tibia acusaciones tan serias.

Gran parte de la culpa de este nuevo desaguisado es del líder del partido al que pertenece Soto, César Acuña, quien lo puso como candidato cuando tenía otras opciones con mayor trayectoria y menos cuestionamientos, como el exministro Eduardo Salhuana. Y, cómo no, del cinismo de la bancada fujimorista que lo apoya casi como encogiéndose de hombros ante el cúmulo de denuncias que rodean al susodicho.

El Congreso de la República es, una vez más, protagonista de un escándalo de proporciones. El daño que le están haciendo a la democracia es enorme.