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Nada que curar o convertir

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Cuando Daniel tenía 17 años, en Arequipa, su familia se dio cuenta que no le gustaban las chicas y decidieron llevarlo a un psicólogo. Durante las sesiones, el supuesto terapeuta lo hacía ver pornografía heterosexual y, luego, llevó a una mujer para intentar forzarlo a tener relaciones sexuales con ella. Daniel salió huyendo de esas sesiones, pero la experiencia lo afectó en gran medida. “Estaba muy triste. Me la pasaba en mi cama viendo televisión. Era todo lo que hacía. Y mis padres me veían como a un enfermo”.
Thomás, por su parte, es un chico trans cuyo padre se negaba a aceptarlo. Para “sacarle ese demonio” lo llevó con frecuencia a una iglesia cristiana, en Lima, a la cual asistía la familia. Allí, era sometido a rituales en los que era puesto de rodillas, rodeado e insultado intensamente. “Mi familia y su iglesia me veían como un monstruo”, cuenta. Tres meses después de la última visita, Thomás intentó suicidarse.
Los nombres de estas personas no son reales, para protegerlos, pero sus historias sí lo son. Fueron algunos de los testimonios que se han recopilado en investigaciones sobre las mal llamadas “terapias de conversión”. Se les conoce así a las prácticas que, equivocadamente, buscan “curar” o “corregir” la orientación sexual, identidad o expresión de género de personas LGBT. Esto pese a que la ciencia ha dejado claro, hace muchos años, que ni la homosexualidad ni la transexualidad son enfermedades y no pueden cambiarse. Lo único que causan estas acciones es un gran daño en la salud mental –y hasta física– de quienes pasan por ellas.
Y no se trata de casos aislados. Es un problema muy presente en nuestro país. En un estudio sobre Salud Mental y Población LGTB, presentado en 2019 por la Organización Más Igualdad Perú, se encontró que casi el 40% de las personas que participó había sido sometido a este tipo de prácticas. De este grupo, 6 de cada 10 reportó haber sido sometido a estas mientras era menor de edad. Según el mismo estudio, cerca del 45 % de las veces, las prácticas fueron realizadas por un profesional de salud, la mayoría psicólogos.
Es así que las mal llamadas “terapias de conversión” son una de las amenazas más graves y frecuentes que enfrentan las personas LGBT, en especial jóvenes, en países como el Perú. Lamentablemente, hablar sobre estas representa aún un tabú para muchos de los que las han sufrido, porque implica revelar sus secuelas y, además, revivir traumáticas etapas familiares.
En un informe presentado el 2020 ante el Consejo de Derechos Humanos, el experto independiente de las Naciones Unidas, Víctor Madrigal-Borloz, fue enfático en señalar que estas prácticas son discriminatorias en sí mismas, pues se basan en la noción errónea y nociva de que la diversidad sexual y de género son trastornos que deben ser corregidos.
Madrigal-Borloz concluyó que dichas prácticas son por, su propia naturaleza, crueles, inhumanas y degradantes, y que entrañan un riesgo considerable de tortura. No deben llamarse terapias, porque las terapias buscan ayudar, que las personas mejoren frente a algún problema. Nada más alejado de la naturaleza de estas acciones que atentan contra la integridad de las personas.
Por ello, esta semana hemos presentado en el Congreso un proyecto de ley para detener todo tipo de prácticas de conversión. El proyecto, que va en línea con lo recomendado por el experto de las Naciones Unidas, busca prohibir todos los esfuerzos de imponer un cambio de la orientación sexual, identidad o expresión de género. Y, además, promueve que los servicios de salud mental tengan un enfoque afirmativo. Es decir, que ayuden a las personas a entenderse y aceptarse a sí mismas.
Es probable que esta ley tenga un largo camino por delante. Pero tan importante como su aprobación, va a ser que tomemos conciencia a nivel social y, especialmente familiar, del enorme daño que nuestros prejuicios pueden hacerle a la vida e integridad de otra persona. No hay nada que curar o convertir. Lo que esa persona requiere de nosotros es que la aceptemos como es. Que le permitamos ser feliz.
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