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Redacción PERÚ21

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Sandro Venturo Schultz,Sumas y restasSociólogo y comunicador

Humala nunca fue un líder con brillo. Su sobriedad se lo impedía, aunque esa sobriedad aparecía al principio como una virtud en contraste con la grandilocuencia vacía de nuestros políticos. En sus dos primeros años ese estilo de liderazgo fue útil ante la ciudadanía: se le sentía moderado y así sugería un carácter que parecía firme. Pero Humala se despintó solo. La gente le reclama no haber cumplido con sus principales promesas. Hoy se le ve como un político imberbe, de enunciados simples, sin capacidad de proponer una agenda que oriente a la opinión pública. En cada nueva entrevista se muestra diletante y, gracias al protagonismo de su esposa, opaco.

Alejandro Toledo representó, en su momento, esa otra forma de liderazgo tan común entre nosotros: la del director que apenas trabaja y apuesta sus créditos a la eficacia de sus gerentes. El jefe que se va antes que los demás de la oficina, pero cobra puntual sus honorarios y bonificaciones. La autoridad dedicada a disfrutar de los detalles de las relaciones públicas. El liderazgo de Alan García, en cambio, representa otra cosa: la del caudillo seductor, la del político con piel gruesa, la del personaje que no deja ver a la persona que le da vida. La gran figura que no admite reparos y cabalga contra unos opositores que su mirada ha minimizado. García personifica al líder que concibe al proyecto corporativo, o nacional, desde su propia trascendencia. Es verdad que este estilo se ve cada vez menos, pues el caudillismo es una figura decimonónica que ha perdido validez social y solo se hace viable cuando se cultiva desde el perfil bajo y cuenta con un séquito de silenciosos incondicionales, mismo Castañeda o Fujimori.

Sin embargo, estos tres estilos de liderazgo no son privativos de nuestros presidentes. Se ven en las empresas y las ONG, lo mismo que en las facultades y en las juntas de vecinos. Escoja usted el ejemplo que mejor conoce: gerentes que tardan en tomar decisiones que luego no explican, directores que aprueban una propuesta y luego temen ejecutarla y la boicotean, presidentes vecinales que están más preocupados por la investidura que por las metas que deben alcanzar, coordinadores que le huyen a la confrontación abdicando de su tarea primaria, capos que no sirven a su organización sino que se sirven de ella, y hasta alcaldes que no aceptan su impericia política y trasladan la responsabilidad de su negligencia a sus desalmados opositores.

Cuando hablamos de la precariedad de nuestras instituciones, estamos hablando entonces de experiencias cotidianas que moldean nuestras organizaciones, no de abstracciones politológicas. Observemos los procedimientos incompletos, las justificadas excepciones a la regla, los liderazgos que no consolidan procesos ni resultados. Tenemos a los líderes que elegimos o que soportamos. Ellos representan con fidelidad a nuestra inmadura cultura política.