(Foto: Giancarlo Ávila/GEC)
(Foto: Giancarlo Ávila/GEC)

Que “tarde o temprano, todos vamos a terminar infectados” no es una afirmación alejada de la realidad. Tal vez no todos, pero es probable que una mayoría sí lleguemos a estar contagiados, al menos hasta que la vacuna, que puede tomar más de un año en desarrollarse, sea accesible. La estrategia de “aplanar la curva” es una medida enfocada en frenar la velocidad de contagios para que en ningún momento el número de enfermos sea inmanejable y nos quedemos sin camas para quienes las necesiten. El objetivo es reducir muertes, proteger a personas con mayor riesgo y tener mejor control de la situación, pero no es llevar a cero el número de contagios, lo que en la práctica es muy difícil de hacer, pues literalmente necesitaríamos que nadie se mueva por semanas.

Por eso este trance va a durar más allá del 30 de marzo. No solo porque es muy probable que amplíen la cuarentena obligatoria, sino porque en el futuro inmediato la nueva normalidad será una muy distinta a la del pasado y bastante más cercana a la de hoy: una donde la regla sea mantener la distancia social, evitar lugares con mucha gente y temer que cualquiera de nosotros pueda ser un portador. Eso es lo que el gobierno aún no nos dice con claridad, por precaución o porque no encuentran las palabras adecuadas para explicárselo a una población sumergida en la incertidumbre y el miedo.

La investigación publicada por Imperial College London, que se viralizó días atrás, alerta sobre esto. Hasta que la vacuna sea masivamente disponible, para mantener el número de casos a un nivel manejable, las medidas de mitigación van a tener que durar varios meses con la probabilidad de que se necesiten cuarentenas obligatorias periódicas. A eso nos vamos a tener que acostumbrar. No perdamos el optimismo, pero tampoco el sentido de realidad.