(Foto: GEC)
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Despertó pensando que le tocaba revisar el presupuesto del último proyecto, corregir el artículo que había ofrecido, y enviar esa carta al Ministerio. Solo cuando prendió la computadora se dio cuenta de que era sábado… Pero ya le da lo mismo qué día es; solo el domingo es distinto, porque es un poco más cruel, porque el confinamiento es “más obligatorio” sin que haya una explicación del porqué.

Apuró el café para despejarse y cumplir con el privilegio de poder hacer el trabajo de manera remota. Es una de las personas que puede trabajar desde su casa; con tres niños saltando encima de ella, separando algunas horas para cumplir con las tareas escolares remotas; pero agradecida mientras ve cómo los dueños de micro empresas, los “miloficios” y hasta los trabajadores independientes no tienen opción: solo pueden dejar pasar, rezar y esperar. O escapar. Escapar del hambre arriesgando la vida para aprovechar esa rendija de oportunidad que apareció como salvación mediante el servicio de Delivery que convocó a miles y que despertó críticas en lugar de comprensión y compasión. Las cifras que anuncia el gobierno calculando la caída del producto son frías, hasta cuando menciona la magnitud de destrucción del empleo. Es en la tensión de las casas, todo el día llenas; en los mercados; en las aglomeraciones y también en las calles desiertas que se ven los efectos de la pandemia.

Se habla mucho del éxito del Perú en su manejo fiscal, en los ahorros generados, en su acceso a los mercados financieros. Pues es momento de gastar, de apoyar con dinero y alimentos. De invertir y reactivar con las grandes obras y también con dar seguridad a esos millones de trabajadores que necesitan la oportunidad.

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