"A todos nos ha pasado alguna vez, llegar a un evento que tiene un espacio inicial de “networking” y buscar inmediatamente una cara familiar con la cual conversar y tomar un café".
"A todos nos ha pasado alguna vez, llegar a un evento que tiene un espacio inicial de “networking” y buscar inmediatamente una cara familiar con la cual conversar y tomar un café".

A todos nos ha pasado alguna vez, llegar a un evento que tiene un espacio inicial de “” y buscar inmediatamente una cara familiar con la cual conversar y tomar un café. Si no encontramos rápido a alguien, seguramente nos servimos el café y nos zambullimos en el celular a esperar que pase el rato. Se supone que esos espacios están pensados para conectar con personas que no conocemos, pero lo cierto es que, salvo ciertas personalidades muy extrovertidas, no es muy probable que nos acerquemos de manera espontánea a un grupo de extraños a conversar.

Sin embargo, hace algunas semanas tuve una experiencia abismalmente distinta. Me invitaron a una especie de experimento; una cena de 12 mujeres donde la regla era que no debíamos conocer a la mayoría de ellas. En mi caso solo conocía a dos, y por supuesto nos sentaron lejos. El objetivo era empezar a ampliar redes y conectar con personas de otros sectores; con distintas trayectorias, carreras y experiencias; y descubrir lo importante que es hacerlo cada vez más. El espacio fue absolutamente gratificante, nunca me sentí tan cómoda con 10 extrañas, nunca aprendí tanto de 10 extrañas en tan poco tiempo, y no puedo dejar de preguntarme qué fue lo que lo hizo tan distinto.

Alguien podría argumentar que la diferencia con momentos de “networking” tradicionales fue que se plantearon una serie de dinámicas para promover la interacción de las participantes, pero esto no es nada nuevo ni nada que no se vea en eventos o talleres. Yo me atrevería a decir que la clave fue el ángulo desde el cual cada actividad buscaba conectarnos. Al presentarnos se nos pidió hablar no desde el típico “cómo me llamo, dónde trabajo y qué puesto tengo”, sino desde dos logros que hayamos tenido (uno laboral y uno personal) de los que nos sintamos orgullosas. Esto permitía una conversación mucho más interesante acerca de quiénes éramos realmente.

Luego de diversos intercambios, la reunión terminó con un Círculo de Reciprocidad, un ejercicio, creado por el sociólogo Wayne Baker y promovido por expertos en psicología organizacional como Adam Grant. Cada participante debía presentar un desafío con el que necesitara ayuda, personal o profesional; y si alguna de las otras podía ayudarla, le entregaba una nota con sus datos de contacto para reunirse nuevamente. La cantidad de conexiones y ofrecimientos de ayuda que surgieron fue sin duda inesperada, y me atrevería a decir que todas hemos hecho seguimiento a nuestros nuevos contactos.

En su libro más reciente, “Supercomunicadores”, Charles Duhigg explica que la mayoría de conflictos en conversaciones o debates surgen cuando alguien siente que su identidad es atacada. Dado que todos los seres humanos tenemos una serie de identidades, no es difícil que esto ocurra en cualquier discusión, especialmente cuando emergen frases como “los hombres son…”, “las mujeres hacen…”, “los de izquierda han hecho que…”, “los de derecha siempre quieren…”, “los jóvenes no valoran…”, “los mayores no entienden…”, entre muchas otras. Creo que este experimento funcionó porque perseguía justamente lo contrario; es decir, que las participantes se conocieran desde sus diversas identidades, que cada una entendiera desde qué perspectivas y experiencias hablaban las otras, y por ende pudiesen escuchar, sin juzgar, y sobre todo valorar lo que cada una tenía para aportar a las demás, incluso cuando menos lo esperaban. Una gran lección para aplicar a cualquier conversación.

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