Biden se ha propuesto agrandar el Estado.
Ante su vicepresidenta, Kamala Harris, y la presidenta del Congreso acaba de prometer billones de dólares en salud, en educación, en infraestructuras que van a hacer de América un fenómeno más que interesante.
Si el electorado norteamericano erró con su apuesta por Trump, este anciano católico nos demuestra que se puede gobernar con brío juvenil, partiendo de una realidad (la catástrofe en la vida y hacienda de las personas que ha supuesto el coronavirus) a la que no hay más remedio que hacerle frente. La política del avestruz no vale. Es más, quien recurra a ella en situaciones de crisis tendrá que responder ante la ley.
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Los Estados Unidos cuentan con unos presupuestos millonarios. Con ellos se puede o no hacer nada o hacerlo mal o decantarse por empujar al país hacia el crecimiento económico, el bienestar social, y hacia avances efectivos en la integración de una sociedad dividida.
El Gobierno puede, por tanto, ser la solución. Reagan sostuvo lo contrario, y su frase se hizo célebre. Es verdad que Biden ha prometido más gobierno, más dinero y, cómo no, “más impuestos”. Impuestos a los ricos y a las grandes empresas. Y ha prometido una lucha sincera contra el cambio climático. No ha abordado a fondo el tema de la inmigración, como debiera. Sí habló de una reforma policial que erradique la violencia dirigida especialmente contra los negros. Y, en fin, mientras Europa se debate entre la realidad y la burocracia, para inyectar fuerza a su economía, en Estados Unidos Biden ha optado por una dirección tan astuta como osada.
Se puede elegir bien a los gobernantes. Insisto. Es un deber del ciudadano hacerlo. Sin prejuicios. Con inteligencia. ¿Nos aplicamos la regla?