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Cicatrices escondidas

“Pocos países han sido tan ingratos en la forma como tratan a sus veteranos: miles de hombres y mujeres que pusieron su vida a disposición de esta idea difusa, y a veces incomprensible, llamada patria”.

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Ayer se cumplieron 20 años de la firma de paz con Ecuador, tras el conflicto armado que nos enfrentara en el Cenepa. Aprovechando la fecha, las Fuerzas Armadas han decidido que desde este año se celebrará el Día del Veterano de Guerra y la Pacificación Nacional cada 26 de octubre. Es, quizás, una de las mejores noticias que en estos días de incertidumbre y arcada hemos podido recibir: finalmente, nuestro país detendrá su paso atolondrado –al menos un día al año– para rendirle homenaje a todos aquellos ciudadanos que se uniformaron y fueron a luchar por esta tierra nuestra.
Pocos países han sido tan ingratos en la forma como tratan a sus veteranos: miles de hombres y mujeres que pusieron su vida a disposición de esta idea difusa, y a veces incomprensible, llamada patria. Hemos obligado a nuestros héroes a guardar sus cicatrices y a callar sus dolores. Los hemos empujado a un anonimato obligatorio. No nos hemos detenido a escuchar sus historias ni sus miserias. Tampoco nos hemos dado el trabajo de compensar a quienes pusieron el pecho para que los demás podamos continuar con nuestras vidas ajenos a la sangre y a la muerte de la guerra.
Desde la Lima nublada, los sacrificios de quienes han penetrado los territorios más inhóspitos de nuestra geografía para enfrentar a enemigos diversos y, muchas veces, en condiciones precarias suenan como un viento lejano que se estrella contra nuestra puerta, pero no nos genera mayor cuidado. Eso nos hace pequeños y muestra que no somos más que el ensayo de república que Basadre diagnosticó demasiado tiempo atrás: no somos capaces de generar empatía por quienes tomaron un fusil y vieron los ojos de la muerte para que nosotros podamos permanecer ajenos e indiferentes.
Peruanos mutilados caminan cabizbajos por nuestras ciudades. ¿Cómo más podría ser? Son hombres que antes de serlo fueron casi niños de 16 años que recibieron un arma y una orden de lucha. Y lucharon: contra Ecuador en los 40, 80 y 90. Contra las hordas asesinas de Sendero Luminoso que hoy se reorganizan a vista de todos y con la acción de ninguno. Perdieron piernas, brazos, amigos, sueños y –peor– la vida misma. Que no tengamos la empatía de dejar caótico ritmo de lo cotidiano por un momento y agradecerle a quienes nos protegieron en infame.
Parece que esa legión de guerreros ha encontrado un poco de la gloria que sembró con un coraje del que pocos son dueños. La conmemoración debe ser el primer paso. La verdadera victoria se logrará cuando nuestro pueblo vuelva a sentirse orgulloso de nuestros uniformados. Poco a poco, vamos a lograrlo.
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