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Christian Saurré: Bailemos sin zapatos
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De niño pensaba que bailar sin zapatos era una locura. El festejo era un baile que yo deseaba tanto hacer que me empeciné en lograrlo, pero siempre tuve dos obstáculos: me aterraba bailar sin zapatos, no podía golpear el suelo con el pie calato, algo podría clavarse en mi pie o cortarme uno de los dedos. Mi segundo obstáculo era que tenía el talento de un caracol reumático para el baile.
Después de varios intentos, superé mi primer inconveniente: no pasa nada cuando bailas descalzo, al menos a mí. Pero lo segundo era mucho más difícil de superar, tanto como morir, recoger el talento para el baile en algún lugar del paraíso y luego volver a nacer. Era una utopía. Entonces, decidí intentarlo. Acepté la invitación de mi madre para tomar clases de festejo con una señora barranquina que, además, enseñaba Literatura. Todos los sábados por la mañana, salía de mi casa en Surco y llegaba hasta Barranco montado en mis dos pies izquierdos de 12 años. Con un equipo de sonido y varios CD de música afroperuana, empezábamos las clases en las que todos los niños se veían felices: estaban aprendiendo, sacando el talento que tenían. Yo los miraba mientras intentaba moverme al ritmo del cajón. Así pasaron casi seis meses de sábados felices y descoordinados con los pies calatos, luego lo dejé por completo.
La última vez que bailé festejo fue en una actuación por el Día de la Madre en la secundaria. Cada uno debía sacar a bailar a su madre y ahí estaba yo frente a mi mamá, con el miedo a bailar sin zapatos de vuelta en mi cabeza y moviéndome como un gusano, tratando de demostrarle que el dinero que gastó años atrás no fue un despilfarro, aunque era evidente que había sido un acto de fe de una madre para su hijo. Ese día, mi madre solo disfrutó el momento. Ella es una gran bailarina, con o sin zapatos, la mujer más valiente que conozco.
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