Varios metros y varios minutos de tensión después, nos topamos con otro semáforo en rojo. Como si hubiera estado ensayado, nos encontramos en la misma posición: la camioneta de Cerrón estaba frente a nosotros y, al lado derecho, la de Luis Miguel. Mi hermana no perdió el tiempo. Esta vez, antes de volver a gritarle ¡Micky!, sacó una hoja que tenía un corazón y el nombre de Luis Miguel en letras grandes. Entonces, contra todo pronóstico, sus gritos y la agitación de la hoja surtieron efecto. Como en cámara lenta, la ventanilla de la camioneta negra bajó algunos centímetros. En seguida, el rostro de Luis Miguel, el ídolo de mi hermana de toda la vida, se asomó, la miró, la hipnotizó y le sonrió. Luego, sacó su mano y la saludó, desde siempre y para siempre. Yo, sorprendido, miré la escena en silencio y creo que hasta el taxista se emocionó. Mi hermana, por su lado, quedó como en un estado de encantamiento hasta que, por fin, reaccionó y empezó a gritar de nuevo. Cuando la camioneta de Luis Miguel se fue, ella volteó y me dijo: “¿Viste? Me saludó. El ‘Sol’ me saludó”. Yo le sonreí. Estaba muy contento por ella. Recién entonces recordé a Cerrón. Demasiado tarde. El taxi seguía detenido y la camioneta azul ya se había perdido entre el tráfico de un sábado por la noche después de un concierto.