Carta confundida

“Y el último de los recuerdos es el más importante para mí, el que me define. Mi mamá paraba siempre seria, molesta, no se reía nunca”.

Nuestras conversaciones, de un tiempo a esta parte, han cambiado. Han pasado de la queja al entendimiento para aterrizar finalmente en la gratitud. Me parece que, por fin, nos hemos dado cuenta de que esto es lo que hay por ambas partes y, rendidos, hemos decidido tomarnos el uno al otro desde la aceptación total.

Ahora, por fin, te puedo mirar más allá del rol de mamá, lugar desde donde todos los hijos caemos en la injusticia de juzgar. Hoy te interpreto desde la profundidad de tu ser y la verdad es que te admiro. No te puedo pedir lo que nunca te dieron.

Ahora, por fin, me estás mirando como realmente soy y no como quien tú esperas que sea. Lo siento tanto, mamá, porque soy el hijo que no te alcanzó, el que no llega a la cuota de tus necesidades emocionales, de mí no puedes esperar nada. Ya me acostumbré a eso y hoy no me molesta.

Entonces, desde este nuevo punto de partida en el que nos encontramos al día de hoy, finalmente rendidos, estamos teniendo conversaciones profundas como “yo no soy tu vida, tu vida eres tú”.

No soy un hijo fácil y tú eres una mamá difícil. Hemos estado entrampados ahí muchos años hasta que llegamos a la siguiente pregunta: ¿cuál es la razón de ser del uno al otro? Y aquí comenzamos a destrabarnos.

Y creo que, si todos los seres humanos comenzáramos a vincularnos desde ahí, muchas cosas cambiarían. Bajar la expectativa del rol y habitar la aceptación del propósito. Y justo en ese lugar he encontrado que eres perfecta para mí. Tal como te dije hace unos días en esa conversación desgarradoramente honesta: fuiste tan incómoda en mi vida que no me quedó otra que tomarme por completo y hacerme yo mismo. Tomé la lección completita y te lo agradezco. Pero no solo fuiste incómoda; también fuiste desbordadamente amorosa, y eso es lo que hace perfecta tu tarea en mi vida.

¿Qué te acuerdas de niño? Es la pregunta que más me han hecho en terapia los últimos 15 años, y mi respuesta siempre es la misma: me acuerdo de mi mamá acostándome todas las noches, enseñándome a rezar “Niño Jesusito, manso corderito, haz tu cunita en mi corazoncito, con Dios me acuesto, con Dios me levanto, la Virgen María me cubre con su manto. Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día”.

¿Algún otro recuerdo?

Claro que sí… Cuando tenía ocho años, una vez al mes nos íbamos a Polvos Azules, al costado de Palacio de Gobierno, a comprar turrón de alicante y un montón de dulces y chocolates importados. Llegaba el día sábado y nos sentábamos frente al televisor Zenith enchapado en madera a ver desde temprano el “Triki trak”, “Risas y salsa”, “La isla de la fantasía” y “Cine pícaro con Porcel y Olmedo”… con una mantita de alpaca en las piernas para el frío.

Y el último de los recuerdos es el más importante para mí, el que me define. Mi mamá paraba siempre seria, molesta; no se reía nunca. Y cada vez que llegaban las vacaciones de verano, el tema era en casa de quién dejarme a la hora que ella se fuera a trabajar.

Una mañana me dejó donde la tía Zoila. Algo pasó ese día, una discusión de esposos que a mí me llamó la atención y que, luego, en modo de chisme, le conté a mi mamá cuando me recogió.

De pronto, no sé por qué, al ver que mi mamá me prestaba demasiada atención, decido, cual narrador de cuentos, “improvisar”, meterla en el cuento, decirle que mi tía estaba peleando con su esposo porque él le había dicho que mi mamá le parecía guapa y mi mamá comienza a reír, se reía tanto que decidí ir por más: “Mi tío Mario dice que está enamorado de ti, mamá”... y, de pronto, de la carcajada pasamos al “¿es verdad lo que me estás diciendo, Carlos Enrique?”... porque esto es muy serio, voy a llamar a tu tía Zoila.

Llegamos a la casa, agarró el teléfono y frente a mí llamó y le preguntó a mi tía si era cierto lo que le había contado. Obviamente la respuesta fue “no, Elenita, de ninguna manera, cómo se te ocurre”. Acto seguido, mi mamá colgó y me preguntó: “¿Por qué has hecho esto, Carlos Enrique?”. “Porque te vi reír, mamá”.

De ahí en adelante, todos los viernes fui caserito del psicólogo.

El primer show que hice en tu honor se llamó “Menopáusica”, y no sé si esperaba que te rieras o me odiaras. No ocurrió ninguna de las anteriores. No te has perdido ninguno de mis espectáculos, y no te he dejado de ver desde el escenario todas las veces que has ido y no tienes idea lo frustrante que es para mí ser el comediante que puede hacer reír a todos menos a su mamá.

Finalmente, en este camino de deconstrucción en el que ando, en uno de los tantos espacios terapéuticos que habito, tomo un taller de abrazoterapia en otro país. Muchas cosas me pasaron en esos dos días, tantas que decidí estudiar la técnica para implementarla aquí, en Lima.

Te invité al taller junto con otras 200 personas que estuvieron presentes y no te quitaba el ojo de encima. Te entregaste a cada una de las dinámicas, cuidé cada una de mis palabras y también teledirigí unas cuantas para poder entrar en lo más profundo de ti. Al final del curso, me abrazaste y me dijiste: “De todo lo que has hecho, esto es lo que más me ha gustado, gracias por este taller”… y, de pronto, mi razón de ser comediante desaparecía, entendí que forzar tu risa no era el camino.

El camino para mí, hoy, es agradecerte y tomarte tal cual eres.

Hoy podemos tener esta conversación de adultos y me gusta mucho eso, mamá.

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