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Yo quería ser como Pepe Ludmir

“A lo mejor, no extraño propiamente esas salas cinematográficas como tal, sino más bien lo que significaron para mí”.

Imagen
Columna de Carlos Galdós.
Fecha Actualización

¡Qué ganas que tengo de ir al cine!, pero al de antes. No voy a negar que los multicines de hoy con sus multisalas son una maravilla en todo sentido, desde el sonido hasta la comodidad de sus butacas y las pantallas gigantescas que te meten en la película. Sin embargo, siento que me hace falta ese olor a moho con humedad emanando de aquellas butacas forradas de terciopelo y aquella alfombra roja llena de chicles pegoteados.

A lo mejor, no extraño propiamente esas salas cinematográficas como tal, sino más bien lo que significaron para mí.

La primera vez que pisé un cine fue en calidad de polizón. Resulta que mi mamá me había dejado en casa de mis primos: año 1979, yo tenía cuatro años y ellos eran adolescentes. Y no se les ocurrió mejor idea que meterme a escondidas al cine Ambassador (al costado de la pajarería Yolanda, a metros del emblemático restaurante Blue Moon, en la calle Pumacahua del distrito de Lince, mi barrio). Distrajeron al boletero y asi lograron meterme sin ser visto y obviamente sin pagar. La película elegida para tan magno evento fue Drácula, protagonizada por Frank Langella, quien más adelante también hizo del famoso Skeletor en Masters of The Universe.

El vacilón fue literalmente meterme terror durante toda la película, asustarme una y otra vez, y sí que lo consiguieron. De ahí en adelante no dejé de orinarme en la cama por las noches durante todo un año. Mi vieja casi comete un parricidio con mis primos, lo que desencadenó un conflicto entre hermanos. Mis tíos y mi mamá se dejaron de hablar por un buen tiempo. A partir de ese evento, una vez a la semana mis sábanas ‘pichoneadas’ iban a parar a la lavandería Veloz, de la calle Julio C. Tello, porque “tu pichi es muy fuerte y no quiero que se quede el olor en mis bateas”, bosticaba mi progenitora.

Luego, como para alivianar el trauma, mi mamá comenzó a llevarme al mismo cine (Ambassador) todos los domingos a ver las películas del gordo barbudo y su amigo, el gringo guapo: Bud Spencer y Terence Hill, duo italiano que protagonizaba disparatados filmes de acción. Los que más recuerdo son Juntos son dinamita y uno que otro de los Blues Brothers, siendo Los hermanos Caradura el que me impactó. Full humor para quitarme el trauma del género con que bautizaron mis primos mi mundo cinéfilo.

Usualmente, después de la función, el ritual era siempre el mismo. Nos íbamos a ver los pajaritos enjaulados y en venta de la pajarería Yolanda, y uno que otro hámster también a la venta.

-Mami, mami, mami cómprame un hámster, por favoooooooor.

-No, hijito, no te voy a comprar ninguno de esos bichos porque después yo voy a tener que estar limpiando sus cacas y no tengo tiempo.

Acto seguido, como para consolarme, me ofrecía un helado de crema de máquina del Blue Moon y nos regresábamos a pie a la casa. Media cuadra adelante, en la esquina, estaba el night club Pigalle, donde siendo menor de edad hizo sus pininos como cantante Eva Ayllon. “Pasa rápido, no te quedes viendo”, me decía mi mamá al notar que la marquesina anunciando la calata de la noche llamaba mi infantil atención.

Xanadu con Olivia Newton-John, La laguna azul con Brooke Shields, y La venganza de la Pantera Rosa con Peter Sellers: todas las vi en los cines San Felipe en Jesús María; Azul y Roma, a media cuadra de la avenida Arequipa, hoy local de la ONP (espero no equivocarme), ambos en el barrio de Santa Beatriz.

Los Goonies y Los Gremlins los vi en los cines San Isidro y Orrantia, Indiana Jones en el cine Country, ubicado sobre la Hipólito Unanue, e E.T., el extraterrestre en el cine Independencia, en la avenida Militar frente a la Municipalidad del Lince, siempre con canchita preparada en casa, embolsada y encaletada en la cartera/bolso de mi vieja. Como algo excepcional y sujeto a mis notas de la semana en el colegio, siempre y cuando no me lo tragara porque se me iban a pegar las tripas, el dulce máximo de la tarde era un chicle Adams 2 en 1 sabor a plátano.

Todo era armonía y felicidad en mi mundo hasta que a finales de los ochenta inicios de los noventa, en plena adolescencia, ir al cine con mi mamita ya no era tan divertido, y peor aún: aquellos templos del séptimo arte se fueron convirtiendo, uno a uno, en santuarios de la lujuria y el placer. Donde antes proyectaron Fantasía de Walt Disney, empezaban a difundir Seka la Erótica; Garganta Profunda; El fontanero, su mujer y otras cosas de meter; Caray con el mayordomo, qué largo tiene el maromo, o Fue por trabajo y le comieron lo de abajo.

La segura y clásica ruta del Ambassador al Country, al Ollanta, en la calle Canevaro; al Diamante, San Felipe, Arenales, Ambar y Jade, en Jesús María; pasando por el Real 1 y 2, en el Centro Comercial Camino Real, San Isidro y Orrantia ya no era mi paseo ideal.

Había descubierto la oscura y sucia ruta de las salas porno: los cines Grau en la avenida del mismo nombre; Tauro, Excelsior y Manco Capac, todos en el Centro de Lima; Susy en surquillo; Tupac Amaru en Comas; Western en Lince; Le Paris y Portofino nuevamente en el Centro de Lima; el Ritz en la avenida Alfonso Ugarte; Olimpo en La Victoria, frente a la plaza Manco Capac y al costado de la pollería Súper Gordo. Todos, absolutamente todos, se convirtieron en mi segundo hogar.

Espacios sumamente sórdidos donde más de una vez algún parroquiano en la entrada me ofreció un par de zapatillas nuevas o “una propinita, sobrino, si te dejas tocar”. El truco era sentarse en las butacas de la última fila, cerca a la puerta de salida, y nunca pero nunca entrar al baño.

Variado público espectador dependiendo de la hora. Por las mañanas, viejitos jubilados y escolares tirándose la pera como yo. Entrada la tarde, a golpe de las cinco pasado meridiano, full empleados públicos, de esos que atienden en ventanilla o mesa de partes, algunos descuidados con fotocheck en el pecho. Pirañas con bolsita de terokal, en vez de canchita, fletes, choros y tracas siempre sí o sí en el Tauro.

—Carlos Enrique, ¿a dónde estás yendo todas las tardes, que ya no te veo en la casa?

—Al cine, mamá.

Hasta que un buen día, guiada por el olfato que solo tiene una madre, casi como operativo sorpresa, me fue a recoger al colegio. Nunca en mis hasta ese entonces nueve años de vida académica mi vieja me había ido a recoger.

—Vengo por Carlos Galdós, del quinto de media C.

—No, señora, no ha venido.

Ese fue el bujiazo, la chispa que dio inicio al Operativo Anti Porno. Mi vieja, zorra astuta como ella sola, recorrió uno a uno los cines de contenido sexual explícito hasta que me encontró en el cine Western del jirón Risso. Caí en mi propio barrio disfrutando de una obra digna de ganar el Óscar a mejor reparto: Blanca Nieves y los siete enanos viciosos.

—¡CARLOS ENRIQUEEEEE!...

—¡¡¡MAMÁ, QUÉ HACES ACÁ!!!........

Y, colorín colorado, este cuento se ha acabado.

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