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[Opinión] Jaime Bayly: El escritor beodo, plagiario y tilingo
“Allí concluyó la amistad entre Barclays y Bryce Echenique, o la admiración que aquél sentía por este”.
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Cuando era joven, apenas dieciocho años, Barclays, que soñaba con ser un escritor, pero no se atrevía a decírselo a nadie, entrevistó, como reportero de televisión, a un escritor al que admiraba, un novelista consagrado, Bryce Echenique, que vivía en Francia y se ganaba la vida como profesor universitario en Montpellier. Notoriamente borracho, Bryce Echenique respondió con ingenio y agudeza y Barclays le celebró las humoradas. No se hicieron amigos: Barclays lo admiraba demasiado para ser su amigo y lo veía como un arquetipo, un modelo literario a seguir. Además, Bryce Echenique era veintiséis años mayor que Barclays (habían nacido el mismo día de febrero), aunque se permitía la irreverencia de un jovencito en un bar de copas.
Pasaron muchos años sin verse. Bryce Echenique publicó unas novelas geniales, traspasadas de ternura y humor, en las que contaba, desde la ficción, su vida exagerada, desmesurada. Barclays las leyó con devoción, entre grandes risotadas. La hermana de Barclays, que era poeta y mitad mujer mitad gata, se enamoró de Bryce Echenique y salió románticamente con él. Barclays cumplió su sueño escondido, indecible: se largó de su país de origen, renunció a la televisión que le devoraba el alma, vivió años de sus ahorros y publicó una novela en la que contaba, agazapado tras un conveniente alter ego, su afición erótica por los hombres y su curiosidad por las drogas. La novela tuvo éxito de ventas y crítica en España. Debido a ello, presionado por la editorial, Barclays se apuró en publicar otra novela desgarrada de pura angustia gay. Pero ganó poco dinero con esos libros, o menos del que esperaba ganar, y se quedó casi sin ahorros, y debió volver a la televisión, ya no en Lima, donde nació, sino en Miami, ciudad que eligió para ser un hombre libre.
Desde Miami, fichado por la división de noticias en español de CBS News de Nueva York, produciendo y conduciendo un programa de entrevistas por el cual CBS News le pagaba mucho dinero, Barclays se propuso hacerle una segunda entrevista a Bryce Echenique, tantos años después. Como disponía de un salario copioso que le pagaba CBS News, Barclays le escribió un fax manuscrito a Bryce Echenique, invitándolo a su programa de entrevistas en Miami, que se veía en toda América, desde Canadá hasta la Patagonia. Bryce Echenique estaba en Toulouse, Francia, dando clases como profesor universitario. Dispuesto a gastar todo lo que fuera necesario para persuadir al escritor, Barclays le ofreció a Bryce Echenique un boleto en primera clase de Toulouse a Miami, con escala en París, y luego un billete en ejecutiva de Miami a Lima, y finalmente el regreso desde Lima a Toulouse en primera. Al mismo tiempo, le ofreció un hotel cinco estrellas en Miami y una limosina para sus desplazamientos. Bryce Echenique preguntó si había viáticos en efectivo. Barclays respondió que sí, los que Bryce Echenique considerase convenientes.
Así las cosas, Bryce Echenique viajó desde Toulouse hasta Miami y se hospedó en un hotel cinco estrellas, en el centro de la ciudad, el Intercontinental. Al parecer nervioso antes de la entrevista, le pidió a Barclays un encuentro privado, a solas, para ponerse de acuerdo en las preguntas o los temas de la entrevista. Barclays aceptó, algo desconfiado. Bryce Echenique lo citó en la casa de una amiga en Key Biscayne, a las tres de la tarde. Barclays acudió puntualmente. Como era previsible, ya Bryce Echenique estaba borracho, aunque borracho con elegancia, con parsimonia, tomando vodka, su bebida preferida. Bryce Echenique trató de convencer a Barclays de que tomase vodka y se emborrachase con él, unas horas antes de la entrevista. Barclays se negó cortésmente. No tomaba alcohol, nada de alcohol. No podía darse el lujo de salir borracho en el programa. Sus jefes de CBS News lo despedirían.
Pero Bryce Echenique sí se permitió salir beodo, aunque con elegancia, con parsimonia, en la entrevista de aquella noche. Estando ebrio, no dejó de ser ingenioso. Sin embargo, a ratos parecía pasmarse y hundirse en un cierto estupor mental, una siesta repentina. Barclays lo elogió sin mesura, genuinamente. Bryce Echenique agradeció los elogios y dijo que había leído la primera novela de Barclays y le había parecido un libro formidable, extraordinario. De pronto eran amigos, colegas escritores que se leían y elogiaban mutuamente. Quizás Bryce Echenique no había leído a Barclays, pero lo ensalzaba para agradecer las cortesías y los privilegios del viaje. Tratándose de Bryce Echenique, todo era posible: era un consumado humorista, un improvisador, un genio del escarnio a sí mismo y a los demás.
Dos años después, Barclays publicó en España una novela sobre su infancia. En las entrevistas que dio a la prensa española, promocionando aquella novela, dijo que era un homenaje a la primera novela de Bryce Echenique y alabó a su amigo y colega. Bryce Echenique no dio señales de vida, no agradeció. Barclays no sabía si Bryce Echenique había leído aquella novela en la que recreaba su infancia en una casa muy grande, en los suburbios, con un personal doméstico (el jardinero, la cocinera, el chofer) que era como su familia biológica.
Allí terminó la parte feliz de la historia. Allí concluyó la amistad entre Barclays y Bryce Echenique, o la admiración que aquél sentía por este.
Unos años después, Bryce Echenique fue pillado en falta por el director de un periódico, quien lo acusó de plagiar decenas de artículos de diarios y revistas españoles y publicarlos, bajo su firma, como si fueran de su autoría original, en el diario más influyente de Lima, que le pagaba por dichos artículos. Como aquellos textos parecían demasiado sesudos o intelectuales para ser de la autoría de Bryce Echenique, el director del periódico los sometió a un escrutinio con un programa de computadoras diseñado para detectar plagios y encontró que todos los artículos que Bryce Echenique había publicado bajo su firma, y por los que había cobrado como si los hubiese escrito él mismo, habían sido pirateados de publicaciones periodísticas y revistas académicas, intelectuales, de élite cultural en España, unas revistas y periódicos que, desde luego, no llegaban a Lima, no se leían en Lima.
La acusación con pruebas irrefutables de que el gran novelista era un plagiario de artículos intelectuales más o menos plúmbeos que él no había escrito y casi nadie podía entender dañó gravemente su reputación. La defensa del plagiario beodo fue una humorada más, una chanza inverosímil, una chirigota de cantina: Bryce Echenique dijo que era inocente, que no había plagiado nada y que los artículos tijereteados, copiados y pegados bajo su firma constituían un grueso error de su secretaria, una imperdonable chapucería de su asistenta personal. Por supuesto, Bryce Echenique no tenía secretaria ni asistenta. Tenía, sí, una agencia literaria en Barcelona, la agencia Balcells, cuyas jefas no podían defender lo indefendible y le decían a Barclays, autor de la misma agencia, que Bryce Echenique estaba ya “un poco tilingo”: fue la primera vez que Barclays escuchó aquella palabrita, “tilingo” (dicho de una persona que dice tonterías y suele comportarse con afectación, según el diccionario), que le pareció tan musical, tan exacta para describir al gran novelista ahora en aprietos.
El tribunal de propiedad intelectual en Lima vio el caso y sentenció que Bryce Echenique había plagiado a quince autores españoles. Le impuso una multa de cuarenta mil euros.
Desde su programa de televisión, Barclays se permitió un par de bromas a expensas de Bryce Echenique, aludiendo al escándalo, que era, desde luego, la comidilla de fiestas y reuniones. Por lo demás, nadie que conociera a Bryce Echenique podía sorprenderse de que hubiera firmado artículos que no eran suyos: su relación con la verdad era tan laxa, promiscua y elástica en sus novelas que, por lo visto, también podía serlo en sus artículos de opinión, qué más daba.
Rencoroso porque Barclays se había burlado de él en la televisión, Bryce Echenique esperó pacientemente el gélido momento de la venganza. La ejecutó dos años después, cuando la esposa de Barclays, Silvia, una joven y principiante escritora de apenas veintidós años, publicó su primera novela. De pronto, y sin que ella hubiese dicho o escrito nada contra Bryce Echenique, sin que se conocieran tan siquiera, y siendo ella lectora de los cuentos y las novelas del gran escritor, Bryce Echenique concedió una entrevista a una revista frívola, de alta sociedad, pródiga en fotos de bodas y saraos, en la que sentenció:
-La esposa de Barclays, Silvia, pobrecita. El día que Barclays la deje, se pegará un tiro. Bueno sería que se pegaran un tiro los dos.
Es decir que Bryce Echenique pedía por periódico que su examigo Barclays y la esposa de este, Silvia, se suicidaran a balazos. Luego Bryce Echenique, que años atrás, en el programa de Barclays en Miami, había elogiado con entusiasmo una novela de Barclays, decía otra frase tremebunda:
-En literatura, ninguno de los dos ha aportado nada. Como ya no hay escritores, las editoriales pescan a los criminales.
Es decir que Bryce Echenique había cambiado de opinión: ya la primera novela de Barclays no le parecía una obra extraordinaria, rompedora, altamente recomendable, que había leído con deleite, con fruición: ahora decía que Barclays era un criminal, que no había aportado nada como escritor y por eso debía pegarse un tiro. Pero antes, decía Bryce Echenique, era la esposa de Barclays, Silvia, quien también debía pegarse un tiro, debido a que tampoco había aportado nada como escritora.
Silvia y su esposo encajaron con tristeza el ataque bilioso de Bryce Echenique. En cierto modo, ella se sintió honrada de que un gran novelista, ya septuagenario, tantas veces premiado, aunque ahora pasajeramente eclipsado por los plagios, se ocupase de ella, tuviese palabras contra ella, la recordase, aunque sea con vitriolo.
Barclays pensó: puedo entender que vierta esas palabras insidiosas contra mí, porque me burlé de sus plagios, pero no comprendo que ataque a Silvia, una escritora joven, debutante, de veintidós años, acusándola de no haber aportado nada a la literatura.
Barclays pensó: es triste y patético que un escritor consagrado, anciano, más allá del bien y del mal, se ensañe viciosamente con una escritora novel, la machaque sin compasión, pida que se suicide.
Barclays pensó: Bryce Echenique está equivocado: el día en que Silvia me deje, seré yo quien se sienta perdido, extraviado, desnortado, seré yo el gran damnificado, seré yo quien pensará en pegarse un tiro.
Barclays pensó: además de ser un plagiario en serie y un mentiroso compulsivo, Bryce Echenique es un machista sin gracia y un sujeto vengativo que aplasta cruelmente a una escritora en ciernes: un hombre sabio, un gran maestro, un individuo de buen corazón, jamás haría eso con una colega, una aspirante a escritora.
Barclays y su esposa no respondieron aquellas vilezas, guardaron silencio.
Años después, una cineasta talentosa le pidió dinero a Barclays para financiar una película basada en la primera novela de Bryce Echenique. De no haber mediado la declaración de Bryce Echenique (“seguramente dijo esas cosas porque estaba borracho”, lo defendían sus amigos), Barclays hubiera puesto dinero en la película, pero, dadas las circunstancias, prefirió abstenerse.
Ahora esa película se había estrenado en Lima. Barclays y su esposa estaban impacientes por verla, pero no vivían más en aquella ciudad hundida en la niebla y la melancolía, de modo que aguardaban a que se exhibiera en las plataformas cibernéticas. Una amiga de Barclays fue al cine con Bryce Echenique a ver esa película, se emocionó, lloró, le escribió a Barclays diciéndole que era una gran película y que Bryce Echenique consideraba que debían darle un Óscar, cómo no.
Tarde en la noche, Silvia le recordó a su esposo que unos años atrás se encontró con Bryce Echenique en una feria del libro, el auditorio lleno, esperándola, Bryce Echenique detrás del escenario, en el salón de los escritores, bebiendo vodka, después de una presentación apoteósica:
-Fue mi pequeña revancha -dijo Silvia-. Bryce me vio, nos presentaron, se hizo el distraído. Y, al salir, vio que la sala estaba repleta de gente, esperándome.
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