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Beto Ortiz: Outsider

Una tímida reflexión sobre los inconvenientes de pertenecer.

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Lo raro de mí cuando era chico era que todos tenían hermanos menos yo. Ser hijo único no era normal. ¿Por qué no tienes hermanos? –me preguntaban los niños y las niñas de mi colegio. ¡Porque se los comió!- respondía algún palomilla agarrándome la panza con las dos manos y todos se mataban de la risa mientras yo deseaba, en secreto, que un providencial cataclismo borrara de la faz de la tierra esta ciudad sin dejar sobrevivientes. Yo era, por supuesto, el gordo del salón cuando era chico y lo normal es que del gordo del salón todos se rían. Muy pocas cosas en la vida te hacen más raro que eso. Lo único más raro hubiera sido ser el mariconcito de la clase pero no habría podido serlo, no lo tenía claro, no estaba listo, no daba la talla y, por mucho que me esmerara en descubrir tempranamente mi vocación, ya ese rol se lo disputaba tanta gente que lo más seguro era que se hubieran terminado las vacantes. Pero lo verdaderamente raro que había en mí era que no me gustaba el curso por el que todos se morían: la Educación Física, cosa que resultaba –y resulta hasta hoy– impensable para cualquier colegial que no fuera yo que, además de hijo único y gordo del salón, tenía pie plano y era asmático de modo que, cuando el viril, apolíneo, castrense instructor de deportes me ordenaba que corriera las cinco vueltas a la cancha de fútbol como todos los demás, yo blandía mi certificado médico –como si fuera el carnet de un club muy exclusivo– y le recordaba que este atocinado gandul no corría nada, que ya a fin de año aprobaría el curso con exámenes escritos sobre reglas de deportes pero mientras tanto me quedaba en la tribuna –con mis botines ortopédicos y mi inhalador de Ventolín en el bolsillo del pantalón plomo- dibujando historietas con mi estuche de 60 plumones en mi sketch book porque esos eran los extraños privilegios que me daba ser el raro más raro de todos los raros.

Cuando me convertí en adulto –es un decir- mi absoluta falta de pertenencia al grupo pasó a ser el rasgo más raro de mí. Veamos: egresé de un colegio parroquial en 1984 y nunca tuve la menor curiosidad de volver a ver a ninguno de los integrantes de mi promoción, aunque confieso que, no hace mucho, recibí una invitación al Facebook oficial de los ex alumnos y terminé viendo unas fotos bastante deprimentes de unos chifas de camaradería a los que no hubiera asistido ni a cañones. Más tarde egresé –también es un decir- de la Facultad de Periodismo de una universidad con fama de pituca que –quizás porque no soy, pues, lo que se dice un pituco- me ha negado sistemáticamente la satisfacción de rechazar las invitaciones a sus eventos pues jamás me ha enviado ninguna. Me ocurre con cierta frecuencia que me encuentro en la calle con viejos compañeros de clases que me saludan con genuina emoción, ("- ¿Te acuerdas de mí?" – ¡Ni en pelea de perros!), luego de lo cual pasan a relatarme simpáticas anécdotas recientes protagonizadas por presuntos amigos míos del salón, personas cuyos nombres no me resultan ni remotamente familiares. Todos se marchan defraudados, comentando lo sobrado que me he vuelto. Que qué me pasa, que qué carajo me alucino. Lo siento, se han borrado de mi disco duro, sus vidas no me importaban ni un poquito hace 30 años, ¿por qué tendrían que importarme ahora? Pucha, qué tal cretino. Malazo. Famoso se cree. Famoso. Muy pocas cosas en la vida te hacen más raro que eso. Por regla general, cuando dos famosos se encuentran en la calle, se saludan efusivamente entre sí aunque no se conozcan, se olfatean moviendo las colitas aunque sea la primera vez en sus perras vidas que se ven en persona, no importa, ¡son amigos! ¿Cómo no se van a conocer si son famosos? ¡Todo el mundo conoce a los famosos!

Y sin embargo, también es perfectamente posible ser un célebre N.N. Estar en todas las listas pero no jugar jamás, porque –en tu magistral dominio de las más ancestrales técnicas de la antipatía- siempre va a haber alguien al que le caigas como una patada en los huérfanos. Lo sentimos, tú sabes cuánto te queremos pero no podemos convocarte porque en la mesa que te habíamos reservado en el cóctel va a estar alguien a quien no le gusta tu opinión, tu filiación, tu opción, tu vocación, tu religión, tu situación. Nos hubiera encantado que estuvieras pero sucede que también hemos invitado a Mengano y señora que no te pueden ver ni en figurita y a Perencejo que no te pasa ni con banda de música. Y es así como –malhaya tu suerte- te pierdes todos los avant-premieres, todas las inauguraciones, todos los vernissages y todas las fiestas de la moda a los que tampoco quisieras ir ni aunque te paguen. Porque, en el fondo, te aburren las fiestas y te aburre la farándula aunque eres recontra farándula pero no lo suficientemente farándula como para que salir en el comercial del celular de modo tal que tampoco te puedes quejar de que te olviden porque cuando piensan en ti, seguro que dicen: "no, pues, él no, él no va a querer, él no va a venir, porque él no es exactamente un animador de la tele, él es un periodista, él es un escritor y esto le va a parecer demasiado pacharaco." Y mientras tanto, en la orilla de enfrente, los periodistas y los escritores y los intelectuales se reúnen en sus sociedades secretas, en sus cenáculos, en sus torres de marfil, en sus bibliotecas con altillos, en sus anticucherías y deciden el destino de los mortales y barajan los nombres de los que son y de los que están, de los que deberían ser y de los que ni cagando pasarán. Y cuando alguien te menciona, todos dicen: "No, pues, él no, porque él no es escritor, ni siquiera es exactamente un periodista y si lo es, es demasiado pacharaco." Y todo eso solamente porque eres tan así, tan esto, tan raro, tan hijo único, tan gordo del salón, tan asmático, tan pie plano, tan antipático. Porque, en el fondo, tú eres el outsider.