Beto Ortiz cuenta su experiencia como profesor en el penal Piedra Gordas II. (Perú21)
Beto Ortiz cuenta su experiencia como profesor en el penal Piedra Gordas II. (Perú21)

Redacción PERÚ21

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Cada vez que tengo un problema, me levanto tempranito, compro flores frescas y me voy al cementerio donde están enterradas las cenizas de mis viejos. Mentiría si te digo que voy a rezarles porque no rezo. No sé rezar. Ya no me sale. Solo invoco a mis antiguos espíritus del bien. Los convoco, les converso.

Me gusta la calma de ese lugar. Es un parque inmenso y silencioso, así que, ni bien llego, me tiendo sobre el césped de las tumbas –me tumbo– y casi podría decirse que les converso. No me gusta molestar mucho. A las almitas hay que dejarlas en paz y no andar pidiéndoles cosas. Pero esta semana tenía cinco razones para pedir ayuda: Dulce, Cuadra, Guayán, Aliaga y Lucano. Habían faltado a mi taller de escritura creativa y no porque se hubieran ido a la calle. ¿Los habían trasladado? No. Los castigaron. Los mandaron al hueco –me dijeron, con tristeza. El hueco. La dizque celda de meditación. No alcanzo a imaginar lo que será pasar un mes allí metido. Por eso les pedí que escribieran sobre ese sitio, que me lo describieran. Después de leer sus relatos escalofriantes, sentí que era momento de pedir ayuda. Nunca estuve preso, pero conozco la desesperación de no poder volver a casa. Nunca dormí en una celda, pero sí he sido llevado detenido en patrullero, con un policía a cada lado, la sirena haciendo laberinto y todo el enjambre de la prensa detrás. Yo nunca he estado preso, pero sí he sido juzgado y sé qué se siente cuando tu denunciante te humilla frente a todos, cuando el juez va a dictar sentencia y los minutos de angustia se hacen eternos y el secretario del juzgado ordena ponerse de pie y pronuncia el verbo "condenar" y ya tú sabes que ahí te hablan, jugador, y se te viene todo encima y el mundo revienta en mil pedazos. Sé qué se siente, mafia. Yo no sé por qué estarás aquí. Nunca voy a preguntártelo. Hay gente que dice que lo único bueno que yo sé hacer es preguntar. Me he pasado veinticinco años de mi vida haciéndolo. Me pagan por preguntar. Pero los martes como hoy, cuando vengo hasta aquí para visitarte, dejo todas mis preguntas guardadas en casa. Dejo de ser el periodista para ser el tío que reparte libros, el voluntario que aspira a convertirse –un día de estos– en tu batería, tu causa, tu soli. Un martes, señor Vallejo, un martes cualquiera.

Poco a poco, no sé cómo, han ido ustedes ganando territorio a lo largo de estos meses, adueñándose de mis preocupaciones hasta convertirse en el asunto más importante de mi existencia. Ahorita mismo, mientras les escribo, el protector de pantalla de mi PC es una foto de ustedes, los archivos de la compu se llaman Madre Nuestra (como nuestro canto coral), cartas de Ancón, escritos vándalos I, vándalos II, vándalos III… En mi escritorio se rebalsan sus cuadernos azules, las listas de libros, las cartas desgarradas, las crónicas vibrantes, los primeros y aún torpes ejercicios del año pasado y, cómo no, todos esos poemas con que nos chuceamos. Voy por un vaso de agua helada a la cocina y me vuelvo a encontrar con ustedes, mi refrigeradora está empapelada con fotitos de sus cacharros –las que se salvaron de la raqueta–, todas pegadas con imanes. Abro el cajón del repostero y saltan ochenta billeteras de todos los tamaños, cosidas por ustedes. Atravieso la sala, para llegar de nuevo hasta el teclado tengo que cruzar como un peatón suicida entre autos de fórmula uno, ómnibus de dos pisos, tráileres que cargan tractores y hasta galeones piratas pintados a mano que navegan por todos los rincones de mi casa. Para ir al baño debo atravesar una interminable plantación de flores de papel periódico, centenares de flores de todos los colores, fabricadas, con ardiente paciencia, por ustedes. Unos pasos más allá, cerca de la puerta principal, me espera quietecita, la fiel maleta verde, repleta de libros, esperando a que llegue el martes, toda maltrecha, la maleta de la felicidad. Y, en el bolsillo de afuera, los deseos de todos ustedes, escritos en pedazos de papel muy pequeñitos, muy dobladitos, en letra muy educadita, como si los escribieran sonrojándose un poquito, deseos como los que un niño escribiría en navidad, deseos que, a veces, hacen que me sienta ese barredor que, cada 30 de agosto, recoge los miles de cartitas que los fieles arrojan en el pozo de Santa Rosa de Lima. Los deseos de ustedes. Podría escribir un libro entero con ellos. Interminables. Inimaginables: Una bicicleta por el cumpleaños de mi hijo. Consejos sexuales de la Rampolla. Colirio. Una camiseta del París Saint Germain. El arte de la guerra de Sun Tzu. Música de Rapper School y De la Ghetto y un culo de grupos que en mi puta vida he oído. Un certificado de buena conducta. Leche condensada. La biografía de Chespirito. Este número de teléfono para que llames a mi niña y la saludes de mi parte. Una gorra Adidas original. Un reloj Diesel. Sí, cuñau. Y este es mi favorito: Una putita, pe', Beto, una putita.

Es medianoche ahora y, mientras veo a las parejas pasear de la mano por mi parquecito miraflorino, pienso en ustedes. No sé si mis aliados en el más allá me habrán podido hacer ese servicio. Mi ilusión es que mañana estemos todos completos, de nuevo. Que ustedes se den cuenta de que ya somos un equipo. Que ahora llevan puesta la camiseta más elegante: la que dice que son peligrosos porque son escritores. Y que yo, en cambio, soy el más ratero de todos pues me doy el lujo de seguir entrando a esta cárcel por la puerta principal para robar. Para irme choreando, sistemáticamente, su cariño sin que se den cuenta, hasta terminar apresado del todo entre barrotes de hueso, prisionero en el pecho de cada prisionero. Como demasiado rato estuve solo, yo vengo cada martes hasta aquí para poder volver a sentir esa fabulosa sensación de que hay alguien que me espera. Escúchenme bien, blancas palomitas: yo no podría estar más orgulloso de ser su profe. No tienen idea de cuánto han crecido, de cuánta libertad han ganado en estos meses. Quizá no se dan mucha cuenta de que hablan cada vez mejor, de que escriben cada vez mejor. No alucinan del todo el inmenso talento que ha salido a flote, de la manera más natural, cada vez que hemos tenido que enfrentar nuevas adversidades. Y el autor de ese milagro no soy yo. Créanme. Son los libros. Son los mundos alucinantes que ellos encierran, son los libros que les recuerdan lo que nunca deben olvidar: que la vida está esperándolos afuera. Sigan leyendo, mientras tanto. Solo lean y resistan. Yo seguiré viniendo a visitarlos cada martes porque ustedes son mi público cautivo. Aunque, viéndolo bien, en realidad, es al revés. No soy yo el que viene a visitarlos. Son ustedes los que me visitan a mí. Son ustedes los que me rescatan de las tinieblas. Los que me indultan de la soledad. Es gracias a ustedes que ahora, cuando la gente me mira a los ojos, sospecha que está frente a un señor casi feliz. Son ustedes los que me sacan del hueco. No es floro. Yo vengo a la cárcel cada martes, desde lejos, solamente para que una turba tome por asalto mi alharaco corazón y lo desordene, le traiga abajo todos los vidrios, le rocíe gasolina y le prenda fuego. Un corazón que –sin ustedes, mis queridos vándalos– seguiría siendo una celda helada y vacía.