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[OPINIÓN] Jaime Bayly: “Escenas de la vida conyugal”

“Casandra ha nacido para ser madre. Barclays ha nacido para no ser padre. No piensa en nombres de bebés, piensa en el título de su novela”.

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Fecha Actualización
UNO
Barclays y su novia Casandra suben a un taxi amarillo y le piden al conductor, un hombre de barba con un enredo de turbante, que los lleve al juzgado en el centro de la ciudad. Es un día espléndido de primavera en Washington, con los cerezos floreciendo en tonos rosáceos que convocan el amor y siembran los buenos augurios. Los novios descienden del taxi, suben las escaleras del palacio de justicia en que sellarán su amor y encuentran el despacho del juez de origen caribeño que los casará. Casandra y Barclays se conocieron hace dos años, se aman de veras. Van vestidos de negro. No hay invitados, no hay testigos, no hay rezos ni plegarias. La ceremonia dura menos de diez minutos. Una vez concluida, el juez no se cohíbe y pide una propina. Barclays, flamante esposo, le da cien dólares. Tan pronto como salen del palacio de justicia, Barclays y su esposa están tan eufóricos que se echan a correr diez o doce calles a toda prisa, dando alaridos de felicidad. Parecen locos o lunáticos. Quizás lo son.
DOS
Casandra ha decidido que la luna de miel será en Londres y París. Ella ha vivido en la capital francesa, ha tenido un novio francés que quiso suicidarse cuando lo dejó, habla perfectamente la lengua francesa y le está enseñando a Barclays a hablarla, con resultados magros, inconstantes. Para dirigirse al aeropuerto y abordar el vuelo transatlántico, Casandra se viste con suma elegancia, como si fuera a una fiesta. Barclays le pregunta si no está incómoda así, con prendas de lujo que dibujan su estupendo cuerpo. Casandra dice que, cuando viaja a Europa, le gusta vestirse con sus mejores atuendos. Poco después, hace un gesto de asombro o estupor al ver a su esposo vestido con un buzo deportivo y zapatillas, como si fuera al gimnasio, como si fuese a salir a correr. No puedes viajar así, le dice, en tono afectuoso. Por qué, si estoy cómodo y pienso dormir todo el vuelo, dice Barclays. Porque parece que estuvieras en pijama, es una vulgaridad viajar en buzo y zapatillas, mi amor, insiste Casandra. Luego añade: recuerda que estamos viajando en primera, no podemos pasar como campesinos. No dice campesinos: dice “peasants”, en inglés. Barclays sonríe, la abraza, la besa, pero no se cambia de ropa, y Casandra se resigna a viajar con su esposo, el campesino. De noche, en el vuelo transatlántico, Barclays besa a su esposa y la toca por debajo de la manta.
TRES
En París, Casandra se siente en casa. Se hospedan en el Bristol, fina cortesía de su madre. Comen quesos y beben vinos como si fuera el fin del mundo. Hacen el amor como si hubieran nacido para conocerse. Barclays, sin embargo, no quiere tener hijos. Está escribiendo una novela. Dice que, si tiene hijos, no podrá ser un escritor, fracasará como artista, porque las cuentas familiares serán abultadas y deberá postergar o cancelar sus sueños literarios. Casandra discrepa. Confía a ciegas en el talento de su esposo. Cree que puede ser, al mismo tiempo, un buen escritor y un estupendo padre de familia. No lo convence tan fácilmente. Se cuidan. De momento, no quieren tener hijos. Barclays admira a los hombres que trazan su futuro sin ser padres, pero admira todavía más a las mujeres que son plenamente felices sin ser madres. No será fácil convencer a su esposa de no ser madre. Casandra ha nacido para ser madre. Dice que su hija se llamará Camila. Barclays ha nacido para no ser padre. No piensa en nombres de bebés, piensa en el título de su novela. Es egoísta porque dice que los artistas, si no son egoístas, se mueren de tristeza.
CUATRO
A menudo van al cine. Eligen ver Manhattan, de Woody Allen, en función de matiné. Se acercan a la ventanilla. Barclays pide en inglés: Dos entradas para Manhattan, por favor. Paga y recibe los boletos. Luego Casandra lo amonesta amorosamente: No se dice Manjatan, gordi. No se pronuncia la H como si fuera J. Si dices Manjatan, pareces árabe. Es que Casandra habla perfectamente el inglés, sin acento, mientras que Barclays arrastra un acento marcado. Levemente ofuscado, Barclays dice: Si no se dice Manjatan, ¿entonces cómo se dice? Casandra se acerca al oído de su esposo y susurra con dulzura: Man-etan. Sin pronunciar la H, ¿comprendes? Sí, entiendo, pero la señora de la boletería entendió perfectamente que Manjatan era Manhattan, porque quizás ella tampoco sabe decir Man-etan. No te molestes, gordi, sonríe Casandra. Es un hecho: ella es más refinada, elegante y viajada que su esposo.
CINCO
Barclays no se siente en confianza para expeler gases al lado de su esposa. Le parece una indelicadeza, una grosería. Nunca se permite una ventosidad cuando está con Casandra. Prefiere ir al baño, o alejarse de ella. Así ha sido educado por su madre. Sin embargo, Casandra es graciosa y desinhibida con sus vientos al sur del ombligo. No los reprime. Dispara flatulencias como una niña traviesa encendiendo cohetecillos y luego estalla en risas. No por eso deja de ser elegante. Expele vientos tóxicos con una picardía y una naturalidad que su esposo le envidia. Después se ríen los dos. A veces, cuando Casandra está muy constipada o henchida de gases, se pone en cuatro en la cama, levanta el trasero como si fuera un cañón o una bazuca y lanza ráfagas estrepitosas de flatulencias y ventosidades, mientras Barclays ríe a carcajadas. Es una mujer singular: refinada en público, algo gamberra en privado. Barclays la ama por eso.
SEIS
Viven en una casa grande, en los suburbios, con unos jardines llenos de flores y unas sombras bienhechoras que ofrecen los árboles centenarios. No trabajan realmente. Barclays escribe todas las mañanas, pero todavía no ha publicado nada de lo que escribe porque le da pudor. Casandra se ha graduado de una universidad de prestigio y ha recibido varias ofertas de trabajo. No obstante, ha decidido tomarse un año sabático para dedicarse a lo que más le gusta: embellecer el jardín de su casa. Es una jardinera de talento natural. Acude a viveros, compra plantas y las siembra amorosamente, hablándoles como si fueran sus amigas. Todavía no quieren tener hijos. ¿De qué viven, entonces, si no trabajan? De los dineros de sus familias: Casandra vive sin privarse de nada, gracias a los dineros que le envía su madre, dueña de una cadena de hoteles; y Barclays se permite la vida diletante de un principito exiliado, gracias a los dineros que le transfiere su madre, cuya familia posee minas de plata, plomo y zinc. No llevan prisa por trabajar ni por ser padres. De vez en cuando, llegan por correo las cartas manuscritas del exnovio francés de Casandra, que, tras fracasar en su tentativa de suicidarse, cortándose las venas, ahora desea reconquistarla. Casandra las lee, llora de emoción y echa las cartas al fuego lánguido de la chimenea. Fue feliz con él, pero no quiere volver a verlo.
SIETE
Barclays ha aceptado un trabajo como profesor de literatura en una antigua universidad de los jesuitas, Georgetown, que le queda a media hora en auto de su casa. Es un compromiso académico para nada opresivo: solo da clases dos veces por semana, por las tardes. Le pagan poco, pero se divierte, se siente útil. En la última fila del salón de clases, una presencia llama poderosamente su atención: la de una mujer joven, rubia, de aire tímido o ensimismado, que lo mira fijamente, sin rubor. Se llama María, es una alumna taciturna, de pocas palabras. Habla español perfectamente porque es hija de un austríaco y una española de Santander. Su belleza esquinada deslumbra al profesor Barclays. Los relatos que ella escribe y le deja para que él los lea en su casa también lo impresionan. Barclays le cuenta a su esposa que hay una alumna, María, que es muy atractiva. Casandra no hace dramas ni escenas de celos. Se interesa por María. Una tarde, acude a la clase que dicta su esposo, simulando ser una estudiante más, y con aire distraído observa a María. Luego, en el auto los dos, de regreso a casa, Casandra le dice a su esposo: Te entiendo, María es preciosa, es una princesa. Luego le pregunta: ¿Te gustaría acostarte con ella? Barclays no miente, nunca le miente a Casandra: Sí, claro, pero solo si tú también te acuestas con nosotros. Casandra sonríe maliciosa y dice: Imposible, no te hagas ilusiones, no se va a acostar contigo y menos conmigo. Desde entonces, cuando hacen el amor, Barclays y Casandra hablan de María, convocan a María, se turnan al fantasma erótico de la alumna misteriosa.
OCHO
Casandra descubre que Barclays le ha escrito un correo electrónico a María, proponiéndole una cita en el bar de un hotel cercano a la universidad. Casandra se sabe todas las claves y contraseñas de su marido: no sólo las de sus correos, también las de sus cuentas bancarias, de modo que, si algún día quisiera retirar dinero de ellas, podría hacerlo sin pedirle permiso. Al leer el correo, Casandra rompe a llorar y se rebaja a un ataque de celos. No sabe si María y Barclays se han acostado en ese hotel o en otro o en el auto del profesor. Mientras espera a que su esposo regrese de clases, Casandra se hace un corte con un cuchillo y escribe con su propia sangre, en la almohada de Barclays: Marie c’est moi. Luego se emborracha, mientras sangra de la palma de una mano. De pronto siente que Barclays no la ama como ella lo ama a él. Es un egoísta, piensa. Le importa más ser un escritor que hacer una familia conmigo, se dice a sí misma, torturada. Tendré que acostumbrarme a esta María y a muchas Marías más, se asusta. Cuando Barclays entra en su casa, encuentra a Casandra borracha, con un cuchillo de cocina en la mano. Traidor, le dice ella, y se acerca con una mirada iracunda que él no le conocía. Dime la verdad, ¿te has acostado con María?, pregunta. No, claro que no, cómo se te ocurre, dice él, sorprendido. No me mientas, dice ella, he leído tus correos. Le escribí para tomar un trago, sí, confiesa él, pero no me respondió. Caminan a la cocina. Casandra deja el cuchillo sobre la mesa y come linaza de un frasco de vidrio, sacándola con las manos, llevándose las manos llenas de linaza a la boca. Parece una loca, piensa Barclays. Nunca más hablan de María. Al terminar el curso, Barclays le pone A como calificación a la alumna austriaco-española. Ella se queja y le pide que la califique con A+. Todavía rendido por ella, el profesor no duda en subirle la nota.
NUEVE
Casandra ha quedado ofuscada. Ha vuelto a fumar, lo que disgusta a su esposo. Una tarde, sube a su camioneta azul, pone en marcha el retroceso y acelera sin mirar atrás, sin mirar por el espejo retrovisor. Al retroceder de súbito, la camioneta arrolla al perro de la familia, un labrador de ocho años al que adoran. El perro lanza un alarido de dolor. Casandra detiene la camioneta y baja, angustiada. Barclays sale corriendo de su estudio. Malherido, el perro agoniza. Llaman de urgencia a un veterinario. Ya es tarde. El perro muere mientras Barclays y Casandra, llorando, le hablan amorosamente. Es una tristeza profunda, una aflicción que no conocían. De pronto, la desgracia ha llegado a la casa de los Barclays, que parecían inmunes a ella.
DIEZ
Semanas después, haciendo el amor, Casandra, pasada de copas, condesciende a procurarle una felación a Barclays, quien la mira con amor infinito y la agradece con palabras suaves. Sin embargo, segundos más tarde, se queda dormida, como en un trance hipnótico, sobre la dotación viril de su marido. De pronto, ronca profundamente, su cabeza recostada en el colgajo y el bolso testicular de su marido, como si fuesen su improbable almohada de emergencia. Barclays la mira, sorprendido, pero también preocupado. Nunca se había quedado dormida haciendo el amor conmigo, piensa. Tal vez ya no me ama como antes, se inquieta. Luego mueve apenas a su esposa para que duerma más cómodamente y busca el sueño que le resulta esquivo. Entonces piensa en María.