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Avanza Acuña, autogol de Guerrero

Mientras tanto, en su estudio, el líder de Alianza Para el Progreso está entregado a la contemplación de un libro que adquirió —con su debido descuento— entre el rojo y el verde de un semáforo cualquiera: “100 refranes para toda ocasión”.

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Los Acuña
Fecha Actualización

Richard Acuña ingresa a la residencia del gobernador regional de La Libertad, César Acuña, su padre, a las 2:45 de la tarde. En quince minutos tiene una reunión pactada con él y aunque la puntualidad no es la cualidad más representativa de la familia, esta vez, debido a la gravedad del tema, necesita llegar a tiempo.

Mientras tanto, en su estudio, el líder de Alianza Para el Progreso está entregado a la contemplación de un libro que adquirió —con su debido descuento— entre el rojo y el verde de un semáforo cualquiera: “100 refranes para toda ocasión”. Sin abrir la tapa dura, pasa los dedos sobre la cubierta, como si su mano fuera un lector de código de barras, incluso siente que está recibiendo información. Ya se imagina salpimentando sus declaraciones y sus discursos con un sabio y oportuno refrán bien puesto. En ese momento, Richard toca la puerta y, sin esperar respuesta, ingresa al estudio.

—Hola pa, son las tres en punto. No te puedes quejar. Más puntual no puedo ser.

Acuña le devuelve el saludo, sonríe y deja el libro a un lado de su escritorio.

—Me alegra y me preocupa. Si has venido a la hora es porque las cosas no van bien.

—De eso quiero hablarte, pa. En realidad, he querido hablarte hace días, pero últimamente no te veo.

—Sí, hijo, perdona, he estado lleno de cosas. Pero no te preocupes. Es verdad que solo tengo una hora disponible, pero dentro de esa hora podemos conversar todo el tiempo que quieras.

—Bueno, pa, si tú lo dices.

El líder de Alianza para el Progreso coloca los codos sobre las braceras de la silla y mira expectante a su hijo. Richard, en cambio, parece un alumno esperando que el profesor le dé la palabra.

—A ver, Richard. Te escucho.

—Sí, como te habrás enterado, en el club tenemos un tema con…

—¿El club? ¿El club de fútbol?

—Claro, pa. Cuando te dije para reunirnos, te dije que era para hablar del club.

—No, hijo. En todo caso, no te entendí. Pensé que íbamos a hablar de la bancada, de la cosa política.

Richard siente que sus mejillas se encienden. Luego, pone sus dedos sobre la sien izquierda.

—A ver, Richard. Hagamos algo. Aprovechemos el tiempo y hablemos de las dos cosas.

—Ya, pa. Hagamos eso.

—Bueno, ahora sí. Te escucho.

Acuña se reacomoda en el asiento y se dispone a escuchar.

—Mira, pa. La cosa está bien jodida. Todavía queda tiempo por delante, pero cada vez nos hundimos más. Estoy seguro de que, si no hacemos algo pronto, ya no habrá nadie que nos salve.

—¿Te refieres a nuestro papel en el Congreso?

—No, pa. Me refiero al club. Yo sé que tú no sabes mucho de fútbol. Yo sé que sabes más de ingeniería química que de fútbol, pero seguro vas a entender la gravedad de las cosas si te digo que estamos en zona de descenso.

—Eso no está bien, Richard. Pero, ¿qué ha pasado? Con toda la plata que le hemos puesto al club deberíamos estar, por lo menos, en zona de ascenso.

Los ojos de Richard se achinan, como si quisiera convencerse de que quien está frente a él es su padre.

—Pero Richard —insiste Acuña—, ¿qué pasó con nuestro hombre estrella? No entiendo cómo puede fallarnos después de todo lo que hicimos por él. Desde ya te digo que, si se hunde, se hundirá solo. A nosotros no nos va a arrastrar.

—¿Te refieres a Luis Valdez y el escándalo por la casa de tres millones que compró su esposa?

—No, Richard, te estoy hablando de Guerrero.

Richard mueve la cabeza, de un lado a otro.

—Ni me menciones a ese malagradecido. He quedado como un tonto por su culpa. Tanta planta, tantas gestiones con los auspiciadores, ¿para qué? Al final, estoy seguro de que hubiéramos estado mejor sin él.

En ese instante, el teléfono que está sobre el escritorio empieza a sonar. Acuña contesta. Es la secretaria. Apenas cuelga, un hombre ingresa al estudio. Richard hace un amago de levantarse, pero su padre le pide que no se mueva. “Esto no me tomará más de cinco minutos”, le asegura. Luego de que el recién llegado saluda a padre e hijo, se queda de pie, frente al escritorio.

—Mira, te llamé por esto —dice al tiempo que le alcanza el libro de refranes.

El hombre coge el ejemplar, mira la cubierta y, en seguida, revisa varias hojas al azar.

—Ya tú sabes —retoma Acuña—. Necesito que hagas lo de siempre. Que lo resumas.

Las facciones del hombre parecen arrugarse, contraerse, como si su rostro se convirtiese en un gran puchero.

—No puedo resumir este libro.

El patriarca, acostumbrado más bien a que sus interlocutores asientan, acepten y digan que sí en cada ocasión, está desconcertado. Por más que insiste en su solicitud, la respuesta es la misma.

—Me va a disculpar, señor Acuña, pero si este libro le llama la atención lo va a tener que leer por su cuenta. Y hoja por hoja.

—Hoja por hoja —repite murmurando Acuña y, en seguida—. Hazme el favor y retírate de aquí, y de mi vista.

Cuando el empleado termina de salir del estudio, Acuña da un golpe de puño a la mesa.

—No entiendo a esta gente, Richard. Tú la ayudas y cuando la necesitas te da la espalda.

—Sí, pa. Como te dije, para mí Guerrero se me cayó.

—Yo no te estoy hablando de Guerrero…

—¿De quién hablas entonces? ¿De Salhuana?

—Te hablo de este tipo que no me quiere resumir el libro.

Richard toma el libro dejado sobre la mesa.

—Pa, este libro es una larga lista de refranes.

—Lo sé, son 100. Lo que no me explico es por qué no ha querido resumirlo.

—Pa, este libro no se puede resumir.

—¿Tú también? ¿Por qué? ¿Porque es muy largo? Mentira. Si este mismo tipo me resumió Cien años de soledad. Me lo dejó en un año nomás.

—Pa, no es la misma cosa.

—Al menos pudo haberlo resumido a 30, 50 refranes. Pero no le da la gana. Y es que cuando no hay voluntad, no hay voluntad.

Acuña carraspea. Hace un gesto de disgusto. Richard no insiste. Prefiere no discutir en vano.

—Pa, mejor sigamos con nuestra reunión.

—Sí, Richard, mejor.

—Mira, pa. Yo creo que le hemos dado demasiada confianza a un hombre que tiene claramente su propia agenda.

—¿Estás hablando del Chicho Salas?

—No, pa. Te hablo de Salhuana. No me gusta para nada.

—Richard, esto de hablar de fútbol y de política me está mareando. Mejor ordenémonos.

—Sí, pa. Será lo mejor.

—¿Te parece entonces, Richard, si hablamos primero del partido?

—¿De cuál partido? ¿De nuestro partido APP o del próximo partido del equipo?

Acuña sacude su cabeza y se da un par de palmadas en la frente, parece como si fuera una computadora que quiere resetearse. Luego, se toma algunos segundos antes de volver a hablar.

—Caramba, Richard —dice por fin—, ¿me creerías si te digo que en mi cabeza se me han cruzado las ideas?

—Te creo, pa. Te creo.

 

*El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!