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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttps://goo.gl/jeHNR

Deciden ir a la fiesta a media tarde, basados en unas pocas razones: la fiesta tiene lugar en una casa situada a calle y media de su casa, con lo cual pueden ir caminando y volver apenas tengan ganas de retirarse; el anfitrión es un formidable contador de historias que los hace reír a carcajadas con sus narraciones delirantes; uno de los invitados es un caballero al que Julián, sin ser su amigo, conoce y aprecia y en cierto modo admira por su inteligencia y gran estilo. No podemos equivocarnos, debemos ir, concluyen.

No se equivocan. La casa no ostenta ser una mansión e incluso lo disimula, pero reúne auténticas obras de arte. La comida y las bebidas, como era previsible, son de la mejor calidad, y el servicio es atento en grado sumo. Nadie es pobre en esa fiesta, ni siquiera los que cocinan y sirven con esmero. Nadie parece infeliz, aunque esta es solo una apariencia y podría ser engañosa. Todos toman vino tinto, rosé y champaña, salvo Julián, que simula tomar rosé y en realidad toma agua. ¿Por qué no quiere emborracharse? Porque tiene miedo. ¿A qué tiene miedo? A perder el control, a decir boberías, a humanizarse, a mostrar su lado más humorístico y femenino, ese que suele hacerse más notorio cuando toma alcohol. Por eso no toma alcohol, por eso y porque tiene el hígado muy dañado. Por eso y porque su padre fue alcohólico y su abuelo fue alcohólico y casi todos sus tíos son alcohólicos y él no quisiera terminar así. ¿Cómo quisiera terminar Julián? Como comenzó obstinadamente hace no pocos años: siendo un escritor. Julián supone (puede que sea un error, pero está convencido de eso) que si quiere ser un escritor, seguir siendo un escritor, no puede darse el lujo de ser alcohólico. Cree que los escritores alcohólicos terminan siendo menos escritores que alcohólicos. No quiere que ese sea su caso.

Así las cosas, unas horas después todos parecen felizmente embriagados, y algunos quizá en exceso, a no ser por Julián, que, para refinar su capacidad de observación, toma, además de agua, café expreso, un café expreso que le trae delicadamente una mujer bellísima, la novia del hombre al que Julián aprecia y admira sin ser su amigo. Julián los observa y cree ver en ellos lo que a veces encuentra en Silvana: el goce absoluto e irresponsable del amor, la complicidad en las miradas y los discretos gestos de ternura, un enamoramiento que todavía no ha sido viciado por los desengaños y la lenta pero inexorable corrupción de la rutina doméstica. Hay otras parejas que ciertamente se aman en esa fiesta, pero ninguna parece tan ensimismada como aquella que deslumbra a Julián. En algún momento se permite preguntarles, a riesgo de parecer chismoso, cómo se conocieron. Sin jactancia, él responde: navegando en los mares de Italia. Julián y Silvana les prometen que irán en agosto a Positano. Seguramente no irán, pero en ese momento están convencidos de que deben alojarse en la villa de esa gloriosa belleza italiana, la más perfecta obra de arte que han encontrado en esa casa. ¿Puede una criatura humana ser, en sí misma, una obra de arte? El asunto es debatible, si suponemos que el arte debe poseer la cualidad de ser perdurable, eterno, pero, a los ojos de Julián, Silvana es arte, la italiana es arte, y todo lo demás es debatible, incluyendo, por supuesto, la dudosa naturaleza artística de las novelas que él ha escrito.

En algún momento, el navegante se retira a dormir la siesta. Julián no necesita dormir la siesta porque está crispado por el café y, sobre todo, porque, correctamente medicado, ha dormido hasta las tres de la tarde. El anfitrión, quizá para ser amable, sugiere que Julián deje de ser tan holgazán y se meta en política. Algunos comensales, seguramente para parecer educados, ofrecen su apoyo a la candidatura de Julián. Un visitante de Vancouver se permite un momento a solas con Julián y le dice: Si quieres tener éxito en política, debes, primero que nada, cortarte el pelo. Silvana observa todo esto con cinismo: ella sabe que su esposo es demasiado vago para ser candidato a nada, demasiado puto para ser candidato a nada, demasiado envanecido en sus pretensiones literarias para rebajarse a la cosa política, tan menor. Ella sabe que Julián es una señora y que su gran sueño no es ser un político respetado sino un escritor (y no un escritor respetado: un escritor a secas, un escritor leído, los escritores que aspiran a ser respetados o respetables a menudo se extravían por cortejar otras formas de poder que no estén fundadas en la pura expresión artística: así como todo agregado cultural tiene más de agregado que de cultural, todo escritor político tiene menos de escritor que de político). Julián sabe que su éxito (dudoso) como político sería su fracaso (clamoroso) como escritor. Sin embargo, y quizá porque sigue siendo un fracaso como escritor, juega con la idea de ser candidato en unos años, no descarta la amable sugerencia de sus amigos: si la buena marcha de nuestros negocios requiere de mi modesto concurso, cuenten conmigo, señores, que estamos todos en el mismo barco. Es un momento conmovedor, o al menos lo es para Julián, que escucha lo que alguien le dice al oído, discretamente: yo voy contigo adonde tú vayas, cuenta con nosotros. Cómo podría defraudar a este puñado de amigos tan encantadores, se pregunta Julián, desasosegado y, al mismo tiempo, halagado. Ellos no esperan mi próxima novela, son demasiado astutos para perder su tiempo en ficciones menores, saben que ninguna ficción es tan seductora como el ejercicio del poder, ellos quieren el poder, todo el poder posible, lo demás es una ilusión, una cosa irreal, algo que no existe, o que, si existe, se compra y cuelga en la pared. Quizá ese mismo sea mi destino, piensa Julián: exhibirme en ferias, subastarme, venderme y que estos señores, todos más inteligentes que yo, me cuelguen en sus paredes, me exhiban en sus casas, digan a este señorito lo hemos comprado nosotros, es parte de nuestra colección privada. Estimulado por la cafeína, Julián se pregunta: ¿debo venderme fatigosamente y a precio módico en mis novelas o convendría venderme a mucho mejor precio como fogoso político liberal?

Esa no es, con seguridad, la pregunta que inquieta a los alcoholizados habitantes de la fiesta. La pregunta que ellos se formulan es una más urgente: ¿Debemos seguir la fiesta en otra casa de la isla donde ya ha comenzado una reunión paralela, complementaria? Ya algunos han desertado para sumarse a esa otra fiesta en una casa a cortas cuatro calles. Salvo el navegante, que duerme prudentemente y se excusa de mayores alegrías, la opinión general es que la fiesta debe continuar. No es la de Julián. En absoluta minoría, anuncia que debe retirarse a su casa. ¿A qué, por qué, para qué? Ególatra insoportable, anuncia: tengo que irme a escribir. ¿A esta hora? Sí, a esta hora. ¿A escribir qué carajo? Eso no lo sé, no tengo la más puta idea, solo sé que hoy no he escrito nada y tengo que escribir antes de irme a dormir. Parece que Julián ha hecho el ridículo y alguien se lo dice con suaves maneras: yo pensé que eras más divertido, qué aburrido has terminado siendo.

Poco después, un puñado de individuos embriagados camina de manera errática, llevando copas y botellas, en dirección a la casa donde habrá de continuar la fiesta. Julián y Silvana se despiden de ellos y caminan abrazados hacia su casa. Debiste ir a la fiesta, le dice él. No me provoca, quiero estar contigo, dice ella. Te vas a aburrir conmigo, le advierte él, pero ella, tal vez animada por el vino que la vuelve risueña y la desinhibe, está segura de que, llegando a la casa, no se van a aburrir y van a propiciar una fiesta ardiente, clandestina. Sin perder el tiempo ni pronunciar palabras innecesarias, se quitan la ropa, sacan la marihuana de la caja fuerte, encienden un porro y comienzan a tener sexo al mismo tiempo que lo fuman y se dan largos besos humosos. Todo sugiere que esa noche de excesos tendrá un final feliz, hasta que Silvana, en un descuido que podría ser atribuible a la pasión o al alcohol o a una razonable combinación de ambas cosas, deja caer el porro encendido sobre la bolsa testicular, no menor, se diría que voluminosa, recientemente depilada, de su esposo. Es un momento tremendo, inesperado: el porro quema el testículo, Silvana ve con espanto que esas partes nobles están siendo chamuscadas, Julián trata de apagar el incendio pero es tan pusilánime que no es capaz de hacerlo y lloriquea y pide socorro a su esposa, quien, con mano firme, y quemándose, agarra la hierba prendida y la aplasta.

No era un final fácilmente predecible para esa noche: Silvana, culposa, aplica un cubo de hielo a la bolsa testicular, no menor, ahora inflamada, de Julián, quien, por suerte, no ha perdido el sentido de humor, aunque sí cualquier forma de erección, y se resigna a pensar: no haremos el amor esta noche, es una pena, pero al menos ya sé de lo que voy a escribir. Recuerda entonces lo que le dijo uno de sus mentores: si quieres hacer tortillas tienes que romper huevos. O quemártelos.