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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,Un hombre en la luna

Cuando digo "gran" reunión familiar, no exagero, los invitados sumaban casi cincuenta personas pero algunos declinaron por razones de salud o pura pereza comprensible. Al final, nos comprometimos treinta personas, veintiocho viajando desde Lima capitaneadas por mi madre, y Silvia y yo viajando desde Miami capitaneados por Silvia, por supuesto. Mi madre, "providencialmente", le encargó a mi hermano Arturo que explorase la posibilidad de volar de Lima a DF, no directo a Cancún, para visitar a la Virgen de Guadalupe. "Milagrosamente", mi hermano le dijo a mi madre que existía esa opción. En lugar de volar en Lan directo a Cancún, tendrían que subirse los veintiocho miembros de la familia a un Aeroméxico, aterrizar en el DF, sortear el tráfico infernal de esa ciudad, llegar a la Basílica, rezarle a la Virgen Santísima y luego seguir viaje a Cancún. "Providencialmente", además, los pasajes de Aeroméxico costaban la mitad que los de Lan, de manera que mi madre quedó extasiada. Era lo justo. Si ella nos invitaba a la playa en México, había que hacer una breve peregrinación religiosa para ganarnos luego los días de sosiego bienhechor en la Riviera Maya. En mi caso, como era previsible, tuve que excusarme ante mi madre, alegando que, por razones de salud, no podía viajar al DF, porque el aire viciado de esa ciudad me hace un daño incalculable y me provoca toses convulsivas, espasmos y temblores, lo que mina mi salud y mi fe. Mi madre me rogó que hiciera el esfuerzo, en honor a la Virgen de Guadalupe. Le dije: Mamá querida, yo creo en la Virgen de Fátima, en la Virgen de la Caridad del Cobre, pero no necesariamente en la de Guadalupe. Mi madre, una santa, comprendió que soy un ignorante y un caso perdido y no insistió más. Por mi parte, culposo por faltar a la cita religiosa (de nuevo Jaime el ateo de la familia echándolo todo a perder), compré mis pasajes de Miami a Cancún y reservé una "villa" (así la llamaron las operadoras telefónicas) en un hotel de Playa del Carmen, a diez minutos en auto del hotel en que se alojarían los veintiocho gallardos integrantes de mi familia. Mi madre y mis hermanos, todos muy generosos, querían que nos quedásemos en su hotel, fina cortesía de mamá, pero yo me rehusé por varias razones de peso: el hotel era "all inclusive" y yo odio esas prisiones, el hotel te exigía llevar una soguita o un cintillo en la muñeca y eso a mí me pone chúcaro de los nervios y me hace sentir en cautiverio, y el hotel estaba lleno de niños. Dado que Silvia y yo dormimos de cinco de la mañana hasta la una o dos de la tarde, la presencia de tantos niños parecía una amenaza inquietante que debíamos neutralizar. Y no hacía mucho habíamos pasado unos días en un hotel "all inclusive" de Punta Cana que me pareció espantoso. Por eso reservamos una "villa" en un hotel aparentemente refinado, a diez minutos en auto del hotel de mi madre. El vuelo a Cancún fue breve, hora y cuarenta. Nos esperaba un chofer del hotel en una camioneta Cadillac Negra que parecía de la flota de El Chapo. Me sentí excitado, quería que me dieran una pistola por las dudas. Llegando al hotel, nos dieron unos tequilas de bienvenida que me dejaron bastante alicorado y con una bola de fuego en la garganta que al parecer se incubó y creció durante el vuelo (ya se sabe que en los aviones te contagias de las peores enfermedades respiratorias). Muy correctamente atendidos, nos llevaron a la "villa" de tres pisos frente al mar. Una maravilla, una preciosura, quedamos fascinados. Le di una buena propina al botones y luego fuimos recorriendo la "villa": en el primer piso había salones confortables, en el segundo camas recubiertas por tules blancos con pétalos de rosas rojas esparcidos en las sábanas, y en el tercero había un gimnasio y un área privada para llamar a la masajista y copular privadamente con ella o con él, supongo, porque el spa quedaba a pocos pasos de la "villa" y parecía más profesional darse los masajes allí y no en el tercer piso de nuestra "villa". Todo era muy lindo, pero había tres problemas: no había un pinche televisor en toda la "villa", ni en todo el hotel ("es para que de desconecten, para que se relajen", me dijeron en el servicio de hospitalidad, y me puse furioso y empecé a gritar y a decir que cómo era posible que cobrasen setecientos dólares por noche y no hubiese tele en el cuarto, pero la señorita me dijo "es para restaurar su armonía interior, señor Baylys"); la bendita "villa" estaba helada y Silvia y yo teníamos los pies congelados y sentíamos que la bola áspera, rijosa, seguía creciéndonos en la garganta; y la lujosa "villa" era un pequeño zoológico en miniatura: Silvia, que es muy perspicaz y lo ve todo antes que yo, me decía mira, una lagartija, mira, una mariposa, mira, una araña, mira, una mariquita, mira, qué lindo sapito, mira una libélula, y yo pensaba la concha de la lora, ¿esto es un hotel o el arca de Noé? Silvia es muy tierna con los animales, no mató a ninguno, delicadamente los llevó hacia la terraza y allí se quedaron todos, matándose entre ellos, supongo. Pero a la mariquita, en honor a mí, la dejó viviendo en el espejo del baño, y al día siguiente ya no había una sino tres mariquitas preciosas volando por el baño y conmigo éramos cuatro, era una reunión de mariquitas en Playa del Carmen mientras Silvia nos tomaba fotos fascinada. ¿Qué puedes hacer en un hotel si no hay televisión? Leer. Pero no habíamos llevado libros. Tener sexo. Pero no nos provocaba por las bolas de fuego en la garganta, sentíamos que estábamos enfermándonos mal. Comer rico. Eso hicimos. Comimos muy rico en ese hotel. Y darnos masajes, los mejores que me han dado en mi vida (y aclaro que no fueron prostáticos, por los que tengo debilidad). Hasta que, mal dormidos, agripados, tosiendo, llegó el día de visitar a mi familia, alojada en uno de los hoteles vecinos. Tomamos un taxi, departimos muy cordialmente, todo fluyó de maravillas. Mi madre es un encanto y mi familia me da legítimo orgullo. Me sentí muy feliz de reunirme con algunos de mis hermanos a los que no veía hacía años, desde que publiqué una novela titulada "La mujer de mi hermano". Comimos y bebimos como cosacos, como presos políticos. Mamá lucía espléndida, guapísima, animada, risueña, una campeona, una actriz de cine. Cuando mamá era joven, mi abuelo Jimmy le decía que se parecía a Elizabeth Taylor, pero, perdón por la inmodestia, mi madre ha envejecido muchísimo mejor que la finada señora Taylor. Mi madre es una estrella, eso me quedó claro en este viaje a México, y todo lo bueno que hay en mí viene de ella. El final, sin embargo, no fue feliz. Porque la enfermedad que nos atacó insidiosamente a Silvia y a mí no cedía y porque mi hermano Arturo nos propuso jugar un partido de fútbol en la playa al día siguiente. Acepté, era una cuestión de honor. La última vez que habíamos jugado había sido el 2000 en Cieneguilla y terminé lesionado mal. Silvia y yo fuimos a la arena maya con ciertas precauciones podólogas: ella en zapatillas, yo en zapatos negros tamaño bolichera, los únicos que había llevado a México. Silvia y yo nos reforzamos con Felipe, José y Arturo junior. Yo jugué atrás, de líbero. Pelota que veía, la rompía al mar para ganar aire, pues estaba que desfallecía y sentía que me iba a desmayar. En nuestro equipo Felipe jugó extraordinariamente bien y Silvia fue la gran revelación por ser tan habilosa y embarullada para zigzaguear en la arena nívea mexicana entre las piernas de tantos hombres pendencieros. Silvia era Messi, Iniesta y Xavi a la vez, y tenía la fiereza de no rehuir el choque con mis hermanos y sobrinos rivales y patearles la canilla una y otra vez, con sus zapatillas celestes muy bonitas. Yo, entre tanto, tosía, me ahogaba, escupía unas flemas dantescas del tamaño de una rana o una guacamaya a la arena maya y cuando veía la pelota le metía un puntazo al mar. Gracias a Silvia, la gran estrella, ganamos. ¡Ganamos, carajo! ¡La chica y su esposo mariquita ganaron el clásico de la Riviera Maya! Terminado el partido, no pude hacerme la foto familiar porque tuve que ir a arrojar mis entrañas al baño del hotel. Mil disculpas que no estuve en la foto, mamá, pero estaba perdiendo aire aceleradamente y tenía que evacuar. Ya de regreso en Miami, Silvia y yo estamos pegados al televisor, nos parece un lujo asiático tener televisión en la casa. Ningún hotel del mundo es mejor que esta casita familiar en la que nos queremos tanto. Los zapatos negros del partido playero han sido donados a la parroquia luterana de la isla.