notitle
notitle

Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttps://goo.gl/jeHNR

Tomó un tiempo adaptarme al nuevo colegio. Desde el comienzo me sentí parte de los gansos, los pavos, los tontos. Con seguridad no pertenecía al campo de los ganadores. Mis amigos en el colegio eran dos chicos que llamaban la atención por no ser blanquitos de buen apellido. Les tenía auténtico cariño. Nos unía la pasión por el fútbol, sola esa pasión, ninguna otra, yo era muy inocente para imaginarme otras pasiones. Antúnez era mi gran amigo. Era bajo, gordito, tirando a feo, a esperpento, a cosa rara, era como una araña de buen corazón. Herrera también era mi amigo. Se distinguía por ser cabezón y orgulloso y corría el rumor de que era becado. Comparados con los extranjeros hijos de diplomático y con los ricachones hijos de papá, mis amigos parecían infiltrados de un colegio público, espías del pueblo llano. Pero eran mis amigos y nadie gozaba más que nosotros en los recreos, jugando al fútbol como si fuera a terminarse el mundo. Antúnez era hijo único, mimado, blando, consentido. Su padre era muy aficionado a la hípica, su madre lo adoraba, le decía apodos con diminutivos. Herrera era uno de varios hermanos, todos sospechosos de estudiar con becas en ese colegio de niños bien en que habíamos terminado metidos. Los carros en los que venían a recogernos nos condenaban: eran vetustos, cochambrosos, el hazmerreír de los que tenían plata. Así eran las cosas y había que acostumbrarse. Uno se acostumbraba a ser el ganso, el pavo. Era un estilo de vida. No convenía destacar, llamar la atención. Había que bajar la cabeza y caminar por la sombra y evitar las peleas con los matones. Así fuimos sobreviviendo, ensimismados en la burbuja mágica que era el fútbol. No éramos realmente buenos jugándolo, pero nos creíamos realmente buenos. Antúnez y yo éramos enfermos del fútbol, sabíamos todo lo que podía saberse de fútbol, sobre todo de fútbol argentino, y los fines de semana nos juntábamos a jugar tiros al arco, penales, cualquier cosa que nos permitiese patear una pelota, aun si la pelota no era pelota y era un amasijo de medias. Todo estaba bien, más o menos bien, hasta que volvieron a cambiarme de colegio y dejé de ver a Antúnez y Herrera, nunca más los vi, o los vi en la fiesta de promoción, dos años después, pero no registro haber pasado la noche con ellos, estaba con una chica linda y ella se metía coca y bailamos hasta el amanecer o hasta que ella fue a conseguir más coca y no volvió. De pronto estaba en otro colegio, uno religioso, más de clase media, más mezclado, y había que encontrar nuevos amigos, los del antiguo colegio quedaron atrás y ahora no sé si están vivos o muertos, qué absurdo, cómo pude ser tan tonto de no seguir viéndolos. En el nuevo colegio me hice amigo de dos chicos que eran inseparables: Alzamora y Martínez Lara. Uno era bajo, pícaro, enjundioso con la pelota, bromista natural; el otro era alto, flaco, desgarbado, gran jugador de fútbol, el mejor quién sabe de la promoción. De nuevo, era el fútbol, pero también el humor, lo que nos unía, y en los recreos armábamos unos partidos de campeonato en los que yo era árbitro, relator, comentarista, jugador y ocasional metedor de goles. Esos amigos del colegio eran solo amigos en el colegio, después cada uno vivía su propio infierno y no quería compartirlo con nadie, nunca fui a casa de Alzamora ni de Martínez Lara y cuando terminó el colegio cada uno se fue por su lado y nunca más nos vimos y ahora no sé si están vivos o muertos, quiero creer que están vivos, mucho más vivos que yo, y que ciertas tardes coincidimos viendo el mismo partido de fútbol por televisión. Aunque ya han pasado treinta años desde que nos dejamos de ver, si me encontrase con uno de ellos en un aeropuerto lo reconocería enseguida y le daría un abrazo. Dicen que los amigos del colegio duran para toda la vida, no es mi caso, mis amigos del colegio duraron lo que duró el colegio, luego vinieron los amigos de la universidad, que también fueron dos, Montero y Guzmán, y duraron los años que nos toleró la universidad hasta que nos echaron por vagos y pendencieros, por no ir nunca a clases y andar volados. Fue mejor para todos, ninguno de los tres habría sido un buen abogado, había que buscarse la suerte en otra parte. Con esos dos amigos todo fue más denso y enredado porque nos fuimos acostumbrando a vivir en las nubes, fuera de la realidad, en unas casas espaciosas de los suburbios, en clubes, en playas, en autos con los que hacíamos carreras por los cerros, jugándonos la vida sin que nos importara un carajo el futuro. Éramos inmortales, nadie podía detenernos, todo giraba en torno al placer, a las risas, al fútbol, a la dulce y buena vida, quién quería perder su tiempo estudiando unas leyes que ya pronto cambiarían apenas diese un golpe de estado el espadón de turno. Esos fueron mis amigos de la universidad hasta que nos botaron y cada uno siguió su camino como pudo, mal que mal: Guzmán se fue a estudiar afuera pero nunca estudió nada y de vez en cuando iba a visitarlo y era como internarme en una clínica de desintoxicación pero al revés, qué manera de vivir escalando nubes, y Montero se me perdió, se fue a vivir afuera y le perdí el rastro y cuando preguntaba por él no escuchaba nada bueno así que dejé de preguntar, la última vez que oí su voz fue hace quince años o más, él estaba de paso por esta ciudad y me llamó y me dijo para jugar un partido de fulbito de noche pero no fui, no lo llamé, no quise verlo, preferí quedarme con el gran recuerdo de aquellos tiempos inmortales. Ya después no tuve amigos, tuve conocidos, tuve aliados, tuve socios, tuve sobre todo adversarios y enemigos y amantes a los que traicioné y se volvieron enconados enemigos, no hay peor enemigo que el que conoce tus debilidades y sabe dónde pegarte. Ya después no tuve amigos como los amigos del colegio, como Antúnez y Herrera, a quienes nunca más volví a ver y recuperé torpe y confusamente en alguna novela, no encontré amigos como Alzamora y Martínez Lara, supe que me habían llamado invitándome a una reunión del colegio pero yo ya era famoso o así me sentía, qué idiotez la mía, y vivía afuera y no quería recordar que ese colegio al pie del zanjón, feo, religioso, pobretón, había sido mi colegio, qué pesar, ni encontré por supuesto amigos tan viciosos y juguetones como los que tuve en la universidad, Montero y Guzmán, que quemaron sus mejores años en fiestas conmigo y luego terminaron mal de plata, jodidos, angustiados, perseguidos, adictos o casi adictos, yo por suerte supe salirme a tiempo y ahora soy adicto a todo lo que me relaja y hace dormir, no a esos polvos que nos hacían caminar por los techos. Luego pasaron los años, treinta años, se dice pronto pero son muchos años, y ahora estamos al borde de los cincuenta, todos a punto de cumplirlos y es absurdo por mi parte haber dejado de verlos, no saber nada de ellos, seguir recordándolos con gran estima y gratitud y sin embargo no saber dónde están, adónde escribirles, cómo buscarlos, cómo decirles por ejemplo que me encantaría reunirme con ellos antes de cumplir los cincuenta y armar un partidito de fútbol sin otro pretexto que revivir los viejos buenos tiempos en que fuimos amigos en el colegio y la universidad y dejar que hable sola la pelota en ese lenguaje universal que está hecho de intenciones y complicidades y pases al vacío. Qué habrá sido de Antúnez y Herrera, qué habrá sido de Alzamora y Martínez Lara, qué habrá sido de Montero y Guzmán, qué habrá sido de mí que deserté de esas amistades auténticas y desinteresadas que debieron ser duraderas, para toda la vida, y de las que me alejé, tonto yo, para tratar de ser un hombre de éxito, empeño en el que, por supuesto, era previsible, fracasé.