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Adiós, sol negro
“Los hombres buenos merecen ciertamente la inmortalidad. Y aunque Szyszlo estaba en la lista, no lo quería”.
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Pocas personas tan vitales y admirables como mi amigo Fernando de Szyszlo. Reflexionó sobre la muerte, la rehuyó y la aceptó; no así la de su hijo Lorenzo, fallecido en un accidente aéreo. Gody –así le decían desde niño– previó cuidadosamente llegar bien, con salud, al inevitable final que tiene la vida, sobre todo para pintar, su gran pasión, y amar a Lila, su otro frenesí. Fernando pintaba los colores del atardecer de Paracas, del mar de Lurín, las habitaciones, y Lila estaba siempre ahí, en comunión con quien era el amor de su vida.
Llevar 92 y 96 años con solvencia es tener una buena estrella. La vitalidad de Gody era ejemplar, su memoria fantástica y borgeana. Recitaba a Góngora sin tropiezos, cosa complicada, recordaba perfectamente glosas de poetas y escritores. Era envidiable por ser memorioso, por su pintura tan original y por la capacidad innata que tenía para el arte. Sumado a ello, hacía gala de un fino sentido del humor, contaba chistes con enorme gracia, reía, vivía aferrado a su pintura y a Lila.
Gracias a su talento, hicimos un libro hermoso. Le puso como título “Travesía”. Porque para él, eso era la vida. Uno devora el libro sin soltarlo: Szyszlo sorprende, impacta, seduce con cada opinión vertida. Se decía liberal, pero era un verdadero humanista. Nada de lo relativo al ser humano le era ajeno. Por eso es inaceptable, vejatorio, que muriera en un accidente doméstico. No lo merecía, tenía todo para seguir pintando, para cautivarnos con su arte, pero el destino se lo impuso. Su tío, Abraham Valdelomar, falleció también en un accidente, resbaló en un silo. Su hijo Lorenzo lo mismo. Nadie esperaba que Gody, quien se enfermó gravemente dos veces y se alejó de la Parca con gran empeño, muriera así. Increíblemente se fue con Lila, como siempre quisieron. Eso fue beneficioso para ellos, no para nosotros.
Los hombres buenos merecen ciertamente la inmortalidad. Y aunque Szyszlo estaba en la lista, no lo quería. “Sería horrible”, nos dijo con su peculiar tono de voz, y añadió: “Nosotros poseemos una monstruosidad que se llama la memoria y la sensación del tiempo”. Dicen que la inmortalidad se alcanza con la trascendencia, quedando en la historia, en la memoria de los pueblos.
Nuestro pintor, mi valioso amigo, no lo avalaba y lo expresaba con crudeza: “Pasados 50 años, nadie se acuerda de nadie. Ni tus hijos, ni mis hijos, menos la gente. Para mí, esos son los despojos de la batalla, lo que queda de ella. Lo importante es la batalla, estar vivo, tratar de hacer lo mejor posible. Lo demás no tiene importancia. Será como será”. Al desconsuelo de Vicente, de los hijos de Lila, de sus nietos, se suma el nuestro. Siempre los recordaremos, imposible olvidarlos.
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