A través de la ventanilla, con el sombrero sobre sus rodillas, y con las manos en reposo, Pedro Castillo miraba, embelesado, el inacabable banco de nubes sobre el que el avión presidencial parecía deslizarse. Minutos después, la tranquilidad de la vista ya había ido relajando su cuerpo y, a la vez, desactivando, uno a uno, sus sentidos. Ya estaba a punto de hundirse en el sueño cuando notó, con fastidio, que una silueta se había detenido al lado de su asiento. Con sumo esfuerzo, volteó y demoró todavía unos segundos en clarificar la imagen del recién llegado.