En 1991, el censo nacional disparó las alarmas. Los datos oficiales mostraron que había 927 mujeres por cada 1.000 hombres, cuando la media mundial era de 952 por cada 1.000. (Foto referencial: EFE/EPA/DIVYAKANT SOLANKI).
En 1991, el censo nacional disparó las alarmas. Los datos oficiales mostraron que había 927 mujeres por cada 1.000 hombres, cuando la media mundial era de 952 por cada 1.000. (Foto referencial: EFE/EPA/DIVYAKANT SOLANKI).

Nadie sabe dónde están las niñas que faltan en la aldea de Mahima, excepto la propia Mahima. La última vez que vio a una de ellas, la suya, salía de su vientre.

Faltan niñas en la remota aldea del estado de Rajastán, y en el pueblo vecino, y en toda la , pero nadie las busca. No las conocen. La mayoría están muertas o no han nacido.

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Durante los últimos 30 años, millones de niñas se han esfumado sin dejar rastro o han muerto antes de cumplir los seis años bajo la sospecha de haber sido asesinadas, vendidas, abandonadas o hechas desaparecer por sus propios padres.

El precio de criarlas ha convertido su vida en algo inviable.

Mahima abortó voluntariamente convencida de que iba a dar luz a una niña, aunque sin ninguna prueba de ello. Le dieron unas pastillas en un hospital público de la Inidia. (Foto: EFE)
Mahima abortó voluntariamente convencida de que iba a dar luz a una niña, aunque sin ninguna prueba de ello. Le dieron unas pastillas en un hospital público de la Inidia. (Foto: EFE)

Asesinato selectivo

Sentada en su despacho, en el exclusivo barrio de Lodhi Estate de Nueva Delhi, una funcionaria de Naciones Unidas dibuja un diagrama con los sectores de la sociedad involucrados en las desapariciones.

“Si te fijas, la línea pasa por las familias de las chicas, el Gobierno, la Policía, los hospitales, la economía. Todos están en esto y a nadie le importa”, dice mientras conecta estos nombres trazando un círculo sin salida.

A finales de los años 80, unos informes sobre muertes de recién nacidas, con el cuello partido a las pocas horas de nacer, con leche envenenada o asfixiadas con sábanas empapadas, revelaron que se estaba llevando a cabo un asesinato selectivo de niñas en la India.

En 1991, el censo nacional disparó las alarmas. Los datos oficiales mostraron que había 927 mujeres por cada 1.000 hombres, cuando la media mundial era de 952 por cada 1.000.

Con el paso de los años, las brutales muertes parecieron desaparecer gracias a programas de vigilancia sobre las embarazadas hasta el parto, o cunas instaladas en los hospitales para que los padres dejaran a las bebés sin tener que dar explicaciones. “Si su bebé es una molestia, déjelo aquí”, se leía en algunos centros.

Aldea del estado de Rajastán, en la India. (Foto: EFE/Ashish Arora)
Aldea del estado de Rajastán, en la India. (Foto: EFE/Ashish Arora)

Los casos de bebés asesinadas disminuyeron, pero la población de mujeres siguió cayendo: la llegada de las ecografías a la India había dado inicio a un nuevo sistema de selección de sexo.

El censo de 1991 mostró que había 4,2 millones menos de niñas que de niños con edades comprendidas entre los 0 y 6 años. La situación empeoró en el censo de 2001, que elevó la diferencia a 6 millones. En el último, realizado en 2011, el desequilibrio alcanzó los 7,1 millones, según señala el Centro de Investigación Global para la Salud (CGHR) en un estudio publicado por The Lancet.

El Ministerio de Interior indio también publicó en junio el registro de nacimiento 2016-2018, el estudio más preciso de radio de sexo en el país hasta que se publique el censo de 2021, y los datos proyectados no son alentadores: nacen 897 niñas por cada 1.000 varones.

La selección se ha propagado por casi todo el país. En julio de 2019, los registros de nacimiento en 132 aldeas del distrito de Uttarkashi, a unos 300 kilómetros al norte de Nueva Delhi, dejaron a la vista la efectividad de la matanza: de los 216 bebés nacidos en tres meses, todos eran varones.

Sangre de mi sangre

Lo que mató a la hija de Mahima fue una mezcla de mifepristona y misoprostol, dos medicamentos disponibles en el mercado. Uno es conocido como “la píldora del día después” y el otro es un tratamiento para las úlceras gástricas.

“Era una hembra, y yo quería un varón”, dice Mahima protegida por la privacidad que le da su choza de barro. Morena y enjuta de carnes, la mujer de 26 años tiene los dedos ensangrentados por los piojos de su hijo que se van quedando pegados entre las manos. No se arrepiente de lo sucedido.

En un rincón de la casa de una única habitación, en la que no entra la luz, están sus dos hijas mayores, de 8 y 10 años. La escuchan hablar sin saber que el motivo por el que están vivas es porque nacieron primero.

Mahima está convencida de que el sexo de los bebés lo determina un patrón con el que fue configurado el aparato reproductivo de cada mujer, y en su caso comprobó que “los niños nacen después de tener dos niñas”. Por eso abortó el que sería su cuarto hijo, convencida de que era una mujer.

Aunque el uso del ultrasonido está permitido para examinar la evolución de los fetos, la Ley de Técnicas de Diagnóstico de Preconcepción y Prenatal de 1994 prohíbe revelar el sexo a las familias o solicitar ese servicio, con penas que van de los tres a los cinco años de cárcel.

En 1984, el investigador Sabu George se dio cuenta de que faltaban niñas. Llevaba varios años estudiando en el sur de la India los problemas de nutrición en la infancia. En la foto, una de ellas en un pueblo lejano. (Foto: EFE)
En 1984, el investigador Sabu George se dio cuenta de que faltaban niñas. Llevaba varios años estudiando en el sur de la India los problemas de nutrición en la infancia. En la foto, una de ellas en un pueblo lejano. (Foto: EFE)

Pero la ley propició un nuevo nicho clandestino: médicos o profesionales con capacitación para utilizar los ultrasonidos comenzaron a cobrar bajo la mesa sumas de hasta 300 dólares a cambio de hacer una señal, un gesto, o poner una marca diminuta al borde de la receta para revelar el sexo a los padres.

Mahima tuvo que recorrer 10 kilómetros a pie y subir luego al remolque de un tractor para llegar hasta el hospital público de la ciudad.

“¿Por qué quieres hacer esto?”, preguntó el doctor cuando entró a la consulta pidiendo un aborto. “Porque no queremos tener niñas”, respondió la mujer, que jura que el médico no la examinó para corroborar si su bebé era una niña. A cambio de 600 rupias, o unos 8 dólares, le dio la receta con la que le entregaron las medicinas para abortar.

Antes, el médico le propuso continuar con el embarazo y entregar la niña al hospital cuando naciera, pero el futuro de su hija era algo que no quería dejar en manos de nadie. Las noticias de albergues que prostituyen, venden, o esclavizan a las chicas era una idea que torturaba a Mahima más que la propia muerte.

“¿Pero cómo iba a entregar a mi hija? Me negué, les dije que no podía abandonarla. Es sangre de mi sangre”.

En el nombre del padre

Si hubiera que marcar las casas en las que al menos una niña desapareció, habría que señalar también la de Amisha, la esposa de un campesino con dos bueyes y media docena de cabras, distinguido en el pueblo por su relativa holgura económica.

A ella se le ve tres veces al día fuera de casa, cuando lleva a pastar a las cabras, o cuando sale a recoger agua de la bomba manual instalada en medio del campo. Su cuello estirado se mueve con el impulso con el que ondean los 30 litros que lleva sobre su cabeza.

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Después de cargar los dos últimos cántaros para fregar los platos de la cena, se habrá ganado el derecho a hacer lo quiera, que con frecuencia no es más que desenredar el cabello de su hijo.

La melena larga y casi dorada de su hijo Ajay es una promesa que hizo a los dioses si su familia era bendecida con un varón, un delfín para el legado de esta familia que pueda alumbrar el camino de la muerte a su padre.

En el hinduismo, el hijo varón, o el marido en el caso de la muerte de una mujer, son necesarios en el rito de cremación para alcanzar la redención.

La responsabilidad de Amisha con la descendencia de su familia es mucho mayor que la de Mahima. Al estar casada con el hijo único de una familia de granjeros, tener al menos un varón era la única manera de asegurar el linaje de su marido y la salvación de su alma.

La esposa de este campesino tuvo dos varones, con tres niñas intercaladas. Solo las dos primeras nacieron. La última se quedó entre un trapo viejo que contuvo la sangre del aborto provocado por la misma mezcla de mifepristona y misoprostol que consiguió Mahima.

“Sí, lo hice”, contesta con una media sonrisa cuando le preguntan si se deshizo de ella.

Su marido cerró el trato con el doctor para que le diera los medicamentos a cambio de 14 dólares por cada mes de embarazo. Estaba embarazada de tres meses.

Si una esposa no es capaz de proporcionar hijos varones “tiene que abandonar la casa”, regresar con sus padres, y así el esposo podrá casarse de nuevo e intentar continuar la descendencia, explica Amisha para referirse a una norma no escrita a la que llama “la presión del matrimonio”.

Mientras que las hijas dejan el hogar para ir a vivir con sus maridos, los varones están destinados a quedarse en casa con su esposa e hijos, cuidar de sus padres y los bienes familiares.

Tener solo niñas significaría la extinción de la familia.

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