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Pequeñas f(r)icciones: El vuelo de Castillo

A través de la ventanilla, con el sombrero sobre sus rodillas, y con las manos en reposo, Pedro Castillo miraba, embelesado, el inacabable banco de nubes sobre el que el avión presidencial parecía deslizarse. Minutos después, la tranquilidad de la vista ya había ido relajando su cuerpo y, a la vez, desactivando, uno a uno, sus sentidos. Ya estaba a punto de hundirse en el sueño cuando notó, con fastidio, que una silueta se había detenido al lado de su asiento. Con sumo esfuerzo, volteó y demoró todavía unos segundos en clarificar la imagen del recién llegado.

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A través de la ventanilla, con el sombrero sobre sus rodillas, y con las manos en reposo, Pedro Castillo miraba, embelesado, el inacabable banco de nubes sobre el que el avión presidencial parecía deslizarse. Minutos después, la tranquilidad de la vista ya había ido relajando su cuerpo y, a la vez, desactivando, uno a uno, sus sentidos. Ya estaba a punto de hundirse en el sueño cuando notó, con fastidio, que una silueta se había detenido al lado de su asiento. Con sumo esfuerzo, volteó y demoró todavía unos segundos en clarificar la imagen del recién llegado.
–Señor presidente, perdone que lo interrumpa –dijo el edecán–. Lo que pasa es que el ministro…
–Antes que sigas, quería decirte algo –dijo Castillo, reacomodándose en el asiento.
–Claro, dígame.
–He estado pensando...
–Excelente.
–¿Cómo dices? –preguntó con el ceño fruncido.
–No, nada. ¿Me decía…?
–Te decía que hace un rato estaba pensando en algo. No es nada importante en verdad, pero es algo que me tiene atrapada la cabeza.
–¿Su sombrero?
–No –sentenció con firmeza–. No tiene nada que ver con mi sombrero.
El edecán se inclinó hacia adelante, con la boca bien cerrada, casi sellada.
–Es sobre el viaje. Tengo una duda sobre el viaje. Hay algo que me tiene pensando y quería preguntártelo.
–Claro –dijo, lo más servicial que pudo–. Dígame, lo escucho.
El presidente dio un largo suspiro y reacomodó sus brazos sobre las coderas de su asiento.
–El capitán de este avión… es de la Fuerza Aérea, ¿no?
–Debe ser.
–Entonces, mi duda es esta: ¿este capitán lo es por ser el piloto de este avión o porque tiene el grado de capitán en la Fuerza Aérea?
El edecán demoró unos segundos en responder.
–¿Esa es su pregunta? –dijo de pronto el edecán.
–Sí.
–Pues… no lo sé. Ni siquiera sé si el piloto de este avión es capitán.
Castillo asintió.
–Igual yo le preguntaba si tiene alguna pregunta sobre el viaje oficial –dijo el edecán–. Usted sabe, sobre la agenda que le espera en Bolivia.
–Ah, no. Sobre eso todo está claro.
–En todo caso, yo vine a decirle que el ministro del Interior quiere hablar con usted.
El presidente movió el cuello en forma circular, como tratando de relajarse.
–Ah, Barranzuela. Me sorprende que, pese a todo lo que le han dicho en la prensa, siga tranquilo en el ministerio. Está claro que no se la iba a aceptar, pero yo pensé que por decoro iba a presentarme su carta de renuncia.
–Bueno –dijo el edecán, en tono confidente–. Por ahí dicen que esa palabra no está en su diccionario.
–¿Renuncia?
–No, decoro.
Apenas el edecán lo volvió a dejar solo, Castillo retornó su mirada hacia afuera. Esta vez el avión ya no parecía posar sobre las nubes, sino atravesarlas, como sumergiéndose en ellas.
–Señor presidente.
Castillo dejó la contemplación de las alturas y volvió su mirada hacia el hombre de terno que, casi en posición militar, estaba de pie, a su lado.
–Si me permite –dijo el ministro del Interior–. Quisiera aprovechar este momento para consultarle sobre un tema delicado.
–Dígame.
–Quiero hacerle una pregunta sobre Los Dinámicos del Centro.
–No voy a responder nada sin la presencia de mi abogado.
–No me ha entendido, señor presidente.
–Entonces, déjese entender.
Barranzuela hizo una mueca, como un puchero.
–Lo que quería preguntar es…–dijo bajando la voz– si tiene alguna sugerencia sobre cómo debo afrontar ese caso.
–Ninguna. Usted es el ministro y usted debe saber cómo hacer las cosas. A mí solo tiene que informarme cuando sea necesario.
–Bueno, si es así, le informo que la Policía les está pisando los pies a los prófugos.
–Ah, no. Nada de torturas en mi gobierno.
–No, señor presidente. Es una forma de decir que mis hombres están muy cerca de ellos.
–¿Sus hombres? Tiene que ser más específico.
–Quiero decir que hay un grupo de policías que están siguiéndole los pasos.
–Bueno, ya sabe, hay que tratarlos lo mejor posible.
–¿A los prófugos o a los policías?
De pronto, un fuerte remezón sacudió la estructura del avión. Castillo vio que su sombrero saltó y cayó sobre sus pies. Mientras se estiraba para recogerlo, vio cómo Barranzuela, con el rostro descompuesto, regresó por el pasillo hasta hundirse en su asiento.
–Señores pasajeros –se escuchó, a través de los parlantes, la voz metálica del capitán–. Estamos pasando por una turbulencia. Por favor, manténganse en sus asientos y abróchense los cinturones.
Entonces, una sacudida más fuerte remeció la nave. Luego, se sucedieron dos, tres, cuatro más, y no solo en sentido vertical, sino de un lado a otro, como si el avión hubiera empezado a convulsionar. En medio del movimiento, algunos lamentos, algunos gritos fueron llenando el ambiente. Mientras tanto, Castillo, aferrado a su sombrero, temía lo peor. ¿Y si ese era su final? No, no podía irse así. En ese instante, alzó la cabeza y registró el miedo estampado en los rostros que alcanzó a ver. De repente sí, de repente ahí terminaba todo. Pensó en su familia y, de pronto, toda su vida desfiló ante sus ojos.
Cuando momentos después, el avión se estabilizó, alguien lanzó un aplauso tímido, luego otros lo siguieron y, al final, las palmas de casi todos se extendieron por un largo rato. Sin embargo, pasada la catarsis, más de uno empezó a preguntar, con el rostro grave y en voz alta, qué había pasado con el avión.
Ajeno a todo, Castillo seguía en su asiento, acariciando su sombrero y sin decir palabra. Con el corazón todavía exaltado, ya no quería mirar por la ventanilla.
–Señor presidente –dijo el edecán, que acababa de aparecer a su lado–. ¿Se encuentra bien?
–Esto que ha pasado no es casualidad. Es por algo.
–¿Por alguna turbulencia?
–Ahora lo entiendo –dijo Castillo, sin escuchar al edecán–. Creo que soy el elegido.
–Sí, bueno, según la ONPE.
–Tengo una misión en la vida. No en vano empecé desde muy, muy abajo y mira, fíjate ahora dónde estoy.
–Sí, pues –dijo el edecán, con voz ceremoniosa–. a más de 10 mil metros de altura.
Cuando se quedó solo, Castillo fijó su vista frente a él, en el vacío, en un lugar indeterminado. Luego cerró los ojos y se entregó a la reflexión, a hilvanar preguntas en torno a lo que acababa de ocurrir. ¿En verdad sería eso un mensaje? ¿Estaba destinado, como pensaba, a hacer algo trascendental en la vida? Y, lo más importante y lo más urgente, ¿dónde diablos estaba el libro de reclamaciones?
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