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Pequeñas f(r)icciones: El ministro, la presidenta y el guerrero

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"El ministro del Interior baja la cabeza. “Ya está”, piensa, “sin duda me ha llamado para sacarme del gabinete”. En seguida, su temple termina de quebrarse. Siente que es el fin y que, después de todo, es lo mejor, para él, para el país".
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El ministro del Interior, Víctor Torres, abre los ojos y su mirada encuadra una parte del techo blanco de su habitación. Para su propia sorpresa, no solo le invade una sensación de tranquilidad, sino que, además, una sonrisa acaba de brotar en su rostro. Y es que contra todo pronóstico —incluido el suyo—, continúa siendo el hombre fuerte del sector Interior, o, para decirlo con menos pompa y más exactitud, sigue ocupando la silla ministerial. Torres tiene ahora la esperanza del sobreviviente, del que ha recibido una segunda oportunidad.
Aquella mañana llega a la sede central del ministerio de un excelente humor. Baja del auto oficial y saluda a todos de muy buena gana. Ingresa al ascensor junto con los miembros de su seguridad y, en el tiempo que esa caja metálica demora en llegar al cuarto piso, los saluda, les pregunta por sus familias. Si la oficina hubiera quedado algunos pisos más arriba, les habría preguntado además por sus sueños, sus metas, sus objetivos de vida, y habría rematado con un “querer es poder” o con un “el cielo es el límite”.
Torres ingresa a su despacho. Se acomoda en su asiento y enciende la computadora. Ahí están los primeros correos electrónicos que le llegan a diario: la síntesis de noticias y el reporte del servicio de Inteligencia. Sabe que es información desalentadora, pero ahora se siente listo para enfrentar cualquier adversidad. Minutos después, luego de que la realidad de la inseguridad ciudadana le refrescara la memoria, ya no le provoca sonreír.
El teléfono que reposa sobre su escritorio suena y, dejándose arrastrar por el creciente desánimo, siente que trae malas noticias. “Señor ministro”, le dice su secretaria, “han llamado del despacho de la presidenta Boluarte. Me piden que usted vaya a Palacio lo antes posible”. Torres cuelga el teléfono de forma mecánica, mientras su mente se llena de preguntas: “¿Para qué querrá verme la presidenta si ayer nomás la vi? ¿Se habrá arrepentido de dejarme en el cargo y me llama para anunciarme mi salida? ¿Tendré que devolver mi fajín?
Torres ingresa a Palacio de Gobierno. Llega al despacho presidencial y se dispone a sentarse en la antesala a esperar su llamado. Sin embargo, la secretaria de Boluarte le indica que pase enseguida, que la presidenta lo va a recibir en ese momento. “¡Qué raro!”, piensa Torres, “siempre me hacen esperar aunque sea unos minutos. ¿Por qué tanta urgencia?”.
Tras el saludo obligado, la presidenta mueve su brazo, coge un documento anillado que está junto a ella y lo alarga hasta Torres. “Te he llamado por esto”, dice Boluarte. El ministro del Interior abre el documento, pasa las páginas y una luz de incertidumbre ilumina su rostro. Las cifras y gráficos que desfilan ante él no le dicen nada. Luego mira a Boluarte y otra vez al documento, como esperando una explicación, como si le hubieran dado a resolver una ecuación incompleta. “Perdone, presidenta”, dice al fin, “pero no entiendo. Esto es una encuesta”. Boluarte lo observa en silencio un momento. Después, sin ocultar el fastidio, le responde: “Claro que es una encuesta. De eso se trata”.
Torres, con un indisimulable aire de extravío, vuelve a mirar a la presidenta, como una mascota que no comprende la orden que le acaban de dar. “Por favor, señor ministro”, dice Boluarte, “si el asunto está claro. La encuesta dice que solo el 8 por ciento de la población aprueba mi gestión. ¿Entiende?”. El ministro del Interior, casi instintivamente, mueve la cabeza a los lados.
—A ver si me entiende —dice Boluarte—. Esa aprobación no es solo mía. No puede serlo. Yo trabajo todo el día atendiendo y recibiendo personas, leyendo informes, firmando documentos y tomando decisiones a cada momento. Como ve, yo hago mi trabajo.
—¿Me está diciendo que alguien no está haciendo su trabajo?
—Exacto. Por fin me entiende.
—¿Y ese alguien es el premier?
—No, señor ministro. Es usted. Usted es el que no está haciendo su trabajo. ¡Cómo van a aprobar mi gestión si la inseguridad ciudadana, uno de los problemas que más preocupa a la gente, cada vez está peor!
El ministro del Interior baja la cabeza. “Ya está”, piensa, “sin duda me ha llamado para sacarme del gabinete”. En seguida, su temple termina de quebrarse. Siente que es el fin y que, después de todo, es lo mejor, para él, para el país.
—Ya sé qué está pensando. Que lo llamé para sacarlo del gabinete.
Torres mira a la presidenta con una mezcla repentina de respeto y temor, como observaría a una gitana que ha leído su mano con certeza.
—¿Segura que no quiere sacarme?
—No he dicho que no quiero sacarlo. He dicho que no lo voy a hacer. Pero no nos desviemos del tema. Yo necesito dar una muestra clara de que la delincuencia no nos va a ganar. Que tenemos el control de la situación.
—¿De cuál situación?
—Y se nos ha presentado una gran oportunidad con el caso de Paolo Guerrero.
—¿Usted cree?
—Claro. Si logramos garantizar la seguridad de un jugador tan emblemático como él, vamos a poder recuperar la confianza de la gente.
—Y usted va a poder aumentar en su aprobación.
—Exacto. Por eso el premier ya habló con Guerrero y le prometió que iba a tener todo el apoyo de nuestra parte. Por eso lo llamé. Para que me explique cómo vamos a enfrentar este caso. Quiero que este asunto sea de alta prioridad. No tengo que decirle que...
—Señora presidenta. Anoche ya hablé con el jugador.
—Vaya, me sorprende, señor ministro.
—Sí, conversamos un buen rato.
—Qué bueno. ¿Y qué le dijo?
—La verdad. Que, considerando que yo soy el ministro del Interior, mi mejor consejo era que se consiga seguridad privada
—...
—¿Señora presidenta? ¿Está bien? ¿Señora presidenta?
Horas después, de vuelta en el despacho ministerial, Torres es el abatimiento encarnado. No ve el vaso medio lleno, ni siquiera lo ve medio vacío, simplemente no lo ve: con la suerte que tiene, seguro se lo han robado. Así, luego de que todo vestigio de positivismo ha sido removido de su ser, medita sobre su situación. No puede renunciar, mucho menos después de decir que eso lo hacen los cobardes, pero tampoco, por alguna razón tan comprensible como la física cuántica, lo quieren sacar del ministerio. Entonces, ¿qué puede hacer? ¿Hasta cuándo seguirá suspendido entre el orgullo propio y la desidia ajena? ¿Cuándo entenderá que dar un paso al costado puede ser el mejor de sus pasos? ¿Por qué el Gobierno insiste en generar desconfianza dándole la confianza a Torres? Y, finalmente, la pregunta más importante de todas, ¿dónde jugará Guerrero?